A MI TÍO JOSÉ

Aquella tarde de finales de septiembre nos quisimos fusionar en uno de esos abrazos imposibles de olvidar. Nos esperabas junto a tus hijas en la estación de Utrera. Al otro lado de las vidrieras, nada más verte, quise que tú fueras el primero en estrecharme y tenia mis razones. La primera, porque el significado de los gestos para mi es fundamental; la segunda, porque la solemnidad del momento requería de un orden lógico y yo soy solemne por naturaleza; la tercera y, fundamental, porque en aquel instante eras el nexo que con mayor precisión nos conectaba con mi madre. Eras, el tío José.

En aquel primer abrazo percibí tu temblor. Tuve la necesidad de separarme para mirarte de frente descubriendo que tus ojos estaban llenos de lágrimas, al igual que los míos. Fue ahí donde sentí que aquel viaje junto a mi hermana Mercedes era importante y que se había producido para poner fin a los largos años de ausencia. Lo que ni tú ni yo imaginábamos entonces, es que ese abrazo estaba abriendo una puerta de par en par a lo que ni siquiera intuíamos, porque los diez años que transcurrieron entre aquel instante y el de tu partida, fueron tiempos de felicidad, descubrimientos, emociones, entrega, confianza, intimidad y cambio de rumbo sin dejar de mirar con respeto al pasado. El destino quiso que entre tú y yo se estableciera una estrecha relación porque nuestras voluntades eran las mismas, porque sin apenas habernos tratado nos reconocíamos el uno en el otro y porque desde el minuto uno, los dos supimos que nos unían muchas más cosas de las que nos separaban.

Tengo que decirte, tío José, que a lo largo de mi vida pocas veces me he sentido tan apoyado y de forma tan desinteresada, como contigo. Lo que tú y la tía Juana me habéis ofrecido es un tesoro que nunca esperé y, todo ello, a la manera nuestra, esa en la que la frontera entre la risa y la lágrima no está definida; esa en la que lo más profundo y la gracia espontánea van de la mano; esa en la que el instante mágico y hasta efímero de un baile y un cante puede ser el paréntesis  deseado y la conjunción, entre un antes y un después. Son nuestras cosas…

Te conocí a mis seis o siete años, cuando viajé por primera vez a Utrera junto a mis padres y hermanas. Estabais en feria y en aquella ocasión, me volví a Madrid con todo un chute en vena de familia materna, gracias al cual, os pude mantener en mi memoria durante tantos años. En bloque aparecisteis en mi vida tú y Juana, la tía Gracia, tu madre, a la que has llamado en las últimas horas de tu vida en este lado. Tu suegra, la chacha María Peña. Tu cuñada Pepa, Fernanda y Bernarda y hasta Bambino, que sin ser familia directa mía, si lo fue tuya y de mi tío Paco.

Nos volvimos a ver en una estancia más corta cuatro o cinco años después, pero fue en mis catorce cuando pude disfrutar de tu historia a lo largo de todo un día, apareciendo ya como el triunfador que has sido. Atrás quedaban las largas caminatas a pleno sol, la bicicleta , la moto de segunda mano, la mato nueva y el coche de segunda mano… Escalones por los que tuviste que ascender como comerciante con el fin de conseguir el bienestar que deseabas para tu familia. Cuanto sacrificio, cuanta inteligencia y cuanto arte hay que tener para venderlo todo a puerta fría, teniendo como única titulación la convicción de no pasar hambre y llegar alto.

Tu coche ya no era de segunda mano, tu casa independiente, grande y espaciosa, eso que los cursis de ahora llaman chalet adosado, pero que tú conseguiste hace muchas décadas. Habías abierto dos (quizá tres) tiendas de moda en Utrera. Aquel tío José nos enseñaba con satisfacción y orgullo el fruto de todo su sudor y esfuerzo y lo hacías desde la esencia que siempre te caracterizó, con cariño, con gracia, y con muchísima humildad. Comenzaba la etapa en que podías gozar de la vida con todos los derechos adquiridos. Te aseguro que mi madre disfrutó una barbaridad, al fin y al cabo, ella estaba hecha de la misma pasta que tú. Te quería muchísimo y yo se que tú lo sabes. No se me han olvidado tus llamadas cuando cayó enferma. Algunas veces fui yo quien descolgó y cuando me decías quien eras me sentaba junto al teléfono para poder prolongar unos minutos nuestra conversación antes de pasártela. No sabes lo que me gustaba escucharte decir “un beso muy fuerte miarma”  Mi padre, siendo menos expresivo, siempre te respetó y valoró.

Todo esto lo conseguiste sin desatender tus otras pasiones: tu Cofradía de los Gitanos, tu feria y tu caseta y tu Potaje Gitano, al que pude asistir en dos ocasiones junto a Pepa, nuestra hija Andrea y la tía Amparo, gracias a ti y a la diligencia de tu hijo José. Mi agradecimiento por el cariño, la prioridad y la importancia que le diste a mi familia, no tiene fisuras. El tiempo que nos dedicaste junto a Juana, incluso en situaciones enrarecidas, es algo que nunca podré olvidar. Supiste estar a la altura con creces y eso no todo el mundo lo sabe hacer. Y qué decir respecto de mi tía Amparo… Fuiste un aliado incondicional de palabra y de hecho.

Me emociono al recordar las conversaciones telefónicas que hemos mantenido en el último año tras caer enfermos casi a la par y ambos de gravedad y como quisiste seguir mi estado de primera mano hablando con Pepa cuando yo estaba hospitalizado, tras la cuarta operación y, más cerca de irme que de quedarme. Posteriormente, ya en casa, necesitabas cambiar impresiones conmigo para saber si tu postoperatorio coincidía con el mío. Eso te daba seguridad. Cuando me enteré de tu recaída decidí hablar contigo solo cuando tu ánimo lo permitiese. La última vez debió ser unos diez días antes de que partieras. Pudiste hablar conmigo y con Pepa y, afortunadamente -lo se por tu hija María Antonia- aquella conversación te animó mucho. Quise felicitarte en tu 88 cumpleaños, pero no hubo posibilidad. Fue la última vez que escuché tu voz y, te aseguro, que la llevo muy dentro de mí.

Tu vida fue guiada por la vocación, la solidaridad y la entrega y cuando eso se produce es porque lo que se lleva dentro es mucho amor. Fuiste un luchador en todos los sentidos, buscando siempre lo mejor. Esa es la razón por la que tantos nos quisimos despedir de ti. Por eso, los símbolos de tu cofradía fueron a recibirte a la puerta de la Iglesia de Santiago. Por eso, tus nietos te mecieron desde el coche hasta el altar mayor. Por eso, todos ellos te lloraron de verdad. Por eso, tantos amigos y familiares coincidimos en tu misa. Por eso todos sabemos que quien nos ha dejado no es un hombre cualquiera, sino un hombre excepcional y, además, un gitano de pro.  

Gracias por todo, tio José. Eres parte importante de mi vida. Te quiero mucho. Nos volveremos a encontrar, no me cabe duda. Tú, ya estas con todos los nuestros que ya se fueron.

Veo y Vivo

Veo a unos que celebran y a otros que observan el festejo.

Veo la descalificación gratuita y la paciencia de los que son desautorizados.

Veo a una mayoría vociferante imponiendo a una minoría silenciosa afirmaciones no fundamentadas.

Veo demasiado juicio hacia otros cuando no se es capaz de reconocer en uno mismo lo que se critica.

Veo a personas vulnerables que hasta hace bien poco vivían libre y dignamente.

Veo demasiado miedo, pero también, miedo a tener miedo. Como si fuera algo que no formara parte de la vida ni le diera sentido. Como si el miedo no abriera la puerta de la consciencia.

Veo a gentes que se traicionan a sí mismas haciendo piña con sus iguales porque solo en la pertenencia al grupo se creen fuertes.

Veo excesiva ignorancia disfrazada de arrogancia.

Veo una sumisión inmoderada.

Veo al buenismo, tan asentado hoy, escondiendo complejos y prejuicios en cantidades industriales.

Veo una desmesurada falta de interés en formarse y en informarse.

Veo un montón de consignas repetidas para convertir en verdad lo que no lo es.

Veo cegueras crónicas, tan difíciles de creer, que bien pudieran solapar intereses ocultos.

Veo demasiada soberbia en los que son incapaces de aceptar sus equivocaciones o sus autoengaños

Veo eslóganes obstinados y tramposos que a simple vista parecen “buenos consejos”.

Veo una deliberada perversión de las palabras.

Veo como la moda del vocablo, se convierte en una estupidez practicada por los que se creen más vanguardistas, cuando no son más que oportunistas en busca de su interés, subidos al barco de lo que “mola” en cada momento y, a base de sobar y de sobar, acaban arrancándole a la palabra,  no ya el significado, también el significante.

Veo un autoritarismo helador en muchos de los que se definen como demócratas convencidos.

Veo una intolerancia flagrante en bastantes de los que hablan de concordia o de respeto.

Veo como se ha establecido que ser de izquierdas significa ser  mejor persona e insuperable ciudadano. Los que sabemos que en esas filas también brota la peor de las hierbas, debemos ser “nazis”, aunque el socialismo nacionalista nos gaseara antes de las veinticuatro primeras horas de ser implantado.

Veo hechos y pensamientos abyectos que pretenden convencer con tamices benevolentes.

Veo al adoctrinado odiando el pensamiento libre.

Veo como la espiritualidad es despreciada por los que piensan que eso solo significa estar adscrito a una religión.

Veo a la ética perderse por el camino.

Veo a defensores de la inclusión practicar la exclusión sin pudor alguno.

Veo a desalmados explicar lo que es el alma y publicitarse con ella.

Veo a feministas que maltratan a cualquier género que se ponga por delante.

Veo a animalistas que en realidad no aman a otras especies, más bien, las prefieren porque no opinan.

Veo a solidarios incapaces de mirar a los ojos de un familiar, parapetándose en un discurso muy políticamente “correcto” que pretende defender los derechos de quien está a 10.000 kms de distancia.

Veo a los que les falta tiempo para tildar de xenófobos a los demás,  pero no meten a un migrante en su casa así les maten.

Veo a los que entienden que una propiedad privada sea ocupada, siempre y cuando, no sea la suya.

Veo como eso que llaman redes son contenedores de egos, cuando no, de exhibicionismo narcisista. Conste que yo caí en esas garras.

Veo como esas redes son un arma de manipulación como nunca hasta ahora ha existido.

Veo como tras pagar a un coach hay quienes se convencen de estar consiguiendo la perfección y de saberlo todo. Son los encantados de sí mismos.

Veo también a los que se aferran a los gurús de las enseñanzas no regladas porque piensan que, de esta forma, se desarrollan más en lo personal diferenciándose de los demás, sin darse cuenta de que han sustituido a un dios por otro. En realidad lo de cambiar de dios está a la orden del día. De hecho, apearse de una religión para subirse a una ideología es algo tan común, que explica la razón por la que las izquierdas, que tanto alardean de ateísmo, se nutren de cristianos renegados. De ahí, la moralina que rezuman. Fue mi propio caso.

Veo a los que quieren imponer ideologías fracasadas y fuera de tiempo.

Veo la pretensión de acabar con un reino “corrupto” para implantar una república de mangantes y traidores, por supuesto, sin preguntarle a nadie.

Veo a los que se empeñan en defender el comunismo cuando ninguno de ellos reconoce padecer la enfermedad de la envidia o del odio al bienestar del vecino y, lo peor,  ignoran que están dirigidos por los mismos que producen su padecimiento pero, en este caso, disfrazados de benefactores del pueblo, es decir, están guiados por instigadores.

Veo que militando en la ideología más tirana y que más dolor y muerte ha causado en la historia, se puede llamar fascistas a todos los que piensan de otra manera.

Veo la descontextualización histórica.

Veo como se perdona a los asesinos de un lado, mientras que a la vez se cultiva un rencor patológico hacia los asesinos del otro lado.

Veo el interés en aceptar a los que atacan a todo un estado y, al mismo tiempo, se descalifica a los que están encantados sintiéndose parte de la nación.

Veo como solo se cuenta lo que conviene, es decir, se hace ideología pero no se relata lo verdaderamente sucedido. Volvemos al miedo, en este caso, al que produce la historia.

Veo una mentalidad de adolescencia tardía que pretende convencerme de que mi vida no la viví.

Veo a la tortilla dándose la vuelta.

Veo como los “libertadores” de ayer,  son los opresores ahora.

Veo que ser revolucionario hoy, es defender las libertades conseguidas, el respeto al diferente, su privacidad y su dignidad.

Veo a los medios de comunicación desinformando porque sus protagonistas comen de la mano de su amo y lo mucho que ocultan y lo poco que se les exige. En verdad esto es aplicable no solamente a los que ejercen el periodismo.

Veo a una gran parte de la sociedad siendo lacaya de sus indispensables salvadores, cuando éstos son los verdaderos amos y señores, los que se nos muestran por separado pero conforman un todo perfectamente interconectado. Esas cuatro feminidades: política, economía, ciencia y religión. Esta es la causa por la que, a menudo, veo defender fanáticamente lo indefendible (política); veo el apego magnético a la materia que se dice aborrecer y por la que se pierden amigos, amores y hermanos (economía); veo la fe ciega en lo que puede enfermar, cronificar o, incluso, llegar a matar (ciencia); veo la temerosidad con la que muchos viven recurriendo al alivio de la devoción (religión).  El engreimiento, la soberbia  y la inmodestia definen a estas cuatro divinidades, sin embargo, nos han hecho creer que sin acatar sus mandatos no existimos y lo hemos comprado.

Veo lo poco que se piensa o se reflexiona o se analiza.  

Veo a los afirmacionistas de las teorías dominantes llamar negacionista a todo el que discrepa. ¿Desde cuándo el dominio equivale a la verdad?, ¿Dónde queda la fundamentación individual o minoritaria?.

Veo el rechazo hacia otras realidades, como si solo hubiera un patrón válido, obviando la existencia de los que también están ahí, incluso, en mejores condiciones, habiendo seguido trayectorias diferentes o entendiendo la vida de otra manera. Ya lo decía una de mis abuelas cuando alguien la sacaba alguna falta: “mirándome al espejo, no valgo nada, pero al compararme, caigo en la cuenta de lo mucho que acerté”

Veo lo mal que se digiere el salirse del carril y el asco que producen los verdaderos espíritus libres

Veo que no se cae en la cuenta de que tu mejor aliado y amigo puede ser el aparentemente antagónico y tu mayor enemigo el aparentemente igual y cercano.

Veo a gentes que si no destruyen no existen.

Veo a la división aliándose con la multiplicación para que reine la resta cuyo único fin es acabar con la suma.

Veo la incapacidad de vivir sin un enemigo al lado y, si no existe, se inventa. Es la única forma de justificar ciertos posicionamientos.

Veo que ya no veo lo que vi. Yo llegué a ver personas. Ahora veo mujeres u hombres; niñas o niños; feministas o machistas; heteros o gays, trans y un largo etc; blancos o negros; payos o gitanos; incluyentes o excluyentes; “salvadores” o fascistas; cristianos o islámicos; víctimas o verdugos; perdedores o ganadores; vacunados o sin vacunar… Hemos dejado de apreciar la gama de colores, los matices y la complejidad del ser humano para ver solo el «o conmigo o contra mi», consecuencia de la incapacidad para profundizar. En definitiva, pensar requiere de esfuerzo y, es mucho más cómodo que otros (los enemigos de las ideas) nos den el argumento, así como la etiqueta que hay que ponerle a quien se diferencia.

Veo demasiada mediocridad.

Veo una enorme confusión.   

Veo una libertad descontrolada y sin límites  devorándose a sí misma, la cultura del todo vale campeando a sus anchas y la negación del mérito.

Veo a los que me cuentan que todo esto es para conseguir un mundo mejor.

Veo la bajeza y la estulticia del ser humano con una nitidez nada atrayente.

Veo lo que nunca hubiera querido ver.

Veo tantas cosas que muchas se me olvidan y, no, no soy un pesimista incorregible, ni un catastrofista, ni un esquizofrénico.

Vivo tratando de que la corriente no me lleve en medio de todo esto.

Vivo fabricando una burbuja para protegerme.

Vivo sabiendo que para unos estoy loco y que para otros estoy cuerdo.

Vivo siendo un estúpido o un hijo de puta y al mismo tiempo alguien muy válido y hasta por encima de la media. Todo depende de para quien.

Vivo manteniéndome fiel a lo que creo y contemplando que puedo equivocarme y que no siempre llevaré razón. Siempre he pedido perdón cuando había que hacerlo y he reconocido mis errores y hasta mis defectos.

Vivo siguiendo mi intuición y teniendo en cuenta mi experiencia.

Vivo a mi manera y muchas veces contra corriente.

Vivo con la convicción de que nadie que me quiera dar lecciones tendrá autoridad si no se las he pedido.

Vivo haciéndome el tonto con los que supuestamente han de enseñarme cuando saben menos que yo. Lo mismo son hasta posmodernistas.

Vivo con la seguridad de que no se me podrá alejar de lo que sé que es cierto porque previamente lo he experimentado.

Vivo sin responder a lo que yo jamás pregunto a nadie.

Vivo respetando lo que otros piensen y hagan y exigiendo que respeten lo que pienso y hago.

Vivo distanciándome todo lo que puedo de las cuatro “divinidades salvadoras” porque nunca creí en ellas. No me considero un espíritu libre de primer orden, pero intento acercarme.

Vivo asumiendo que durante treinta y cinco años fui progre y que ya no lo soy.

Vivo sin pedirle a nadie que me ayude a lavar mi consciencia, eso ya lo hice militando en la progresía cuando pretendía endosarle a los demás mi estupidez.

Vivo actuando personalmente y ayudando a quien yo considero sin apoyarme en nada ni en nadie.

Vivo sin convivientes, solo tengo familia y amigos, le pese a quien le pese.

Vivo acercándome a quien se me acerca, lo de la distancia social, no forma parte de mi universo. Soy altamente peligroso.

Vivo en una normalidad a secas y no en una nueva “normalidad”, tan absurda, como que esta, para ser tal, ha de venir si no de antiguo, al menos de un tiempo considerable, de lo contrario siempre será anormalidad.

Vivo poniéndome mascarilla porque me obliga la presión social, cuando ya no creo en su eficacia, de hecho, en Suiza, lugar en el que paso unos días, su uso es voluntario en la calle, por lo que nunca la llevé las tres veces que viajé a este país centroeuropeo  a lo largo de la pandemia. No me extraña que esta confederación cantonal no pertenezca a la UE, porque aquí la libertad se respira y la democracia directa-digital es un hecho constatable que se desarrolla cada día más. ¿Acaso Ginebra no es la sede de la sacrosanta OMS? Sería un insensato si no quisiera reconocer que hay personas que se contagiaron con la mascarilla puesta y no son ni una, ni dos, ni tres. Fui uno de los pocos que se la colocó antes que la mayoría de compatriotas, exactamente el 22 de febrero de 2020. Entonces quise creer que era indispensable y me gané el escarnio de los que lo saben todo y se consideran capacitados para decirle a los demás lo que tienen o no tienen que hacer, cuando en realidad, solo conocen la dirección que lleva el viento; los mismos que posteriormente llamaron irresponsables y locos (cuando no asesinos) a los que se manifestaron contra la mascarilla, es decir, sufrí menosprecio por parte de los necios integrales.  Ahora que los comités de expertos sin voz ni cara, nos invitan a quitárnosla, no me extrañaría que esos mismos necios, acataran  y volvieran a descalificar a quienes no quieran prescindir de ella.

Vivo ahondando en los hechos, testando y comparando, por eso no me creo los relatos que se me ofrecen.

Vivo sin hacer caso a las cadenas generalistas y mucho menos a las públicas, sean de televisión o de radio. Los periódicos hace mucho tiempo que dejé de leerlos. Ninguno de estos medios me proporciona la información necesaria que como ciudadano preciso. Por eso sigo buscando lo mucho que todos ellos ocultan.  

Vivo informándome y hablando con esos científicos y médicos que están silenciados: los que discrepan, los que opinan aportando matices, los que cuestionan los métodos, la gestión o las medidas enfocadas a la prevención del virus.

Vivo echando en falta la estadística que no existe o se esconde: la que demuestre que una PCR no tiene porqué ser una prueba fiable; la que contabilice a todos los profesionales sanitarios y científicos que se resisten a “vacunarse”; la que ponga sobre la mesa a los que lo están haciendo bajo presión o amenaza.  Ellos, también trabajan en la sanidad pública y privada o en laboratorios. Algunos ocupan cátedras, que digo, los hay que son premios Nobel (a estos sólo los puedo leer) y han sido formados en las mismas universidades, incluso, en otras mucho más prestigiosas que los que nos repiten hasta la saciedad como únicamente válida la versión veneradamente aceptada (por no decir oficial) que, no solo aquellos, sino una considerable parte de la sociedad se cuestiona.

Vivo observando como ni siquiera un medio de comunicación de referencia como el Washington Post es capaz de convencer aportando todas las pruebas habidas y por haber, que desmantelan la versión china tan reverenciada en occidente  ¡qué vergüenza! sobre el origen del virus.

Vivo denominando “dosis y puntos suspensivos” a lo que otros han bautizado como “pauta completa”, ya se sabe, siempre hubo finos, filipinos y sibilinos. 

Vivo sin preguntarle a nadie de dónde es, a quien vota o si se ha “vacunado”. Solo espero que nadie me lo pregunte (por desgracia llego tarde) porque nunca establezco relaciones basadas en el escrúpulo o el rechazo y, mucho menos, en la necesidad de apoyarme  en lo que otros hacen para calmar mi  inseguridad.  Cuando me lo demandan siento lo mismo que cuando tomo un taxi el domingo a la tarde y el conductor me pregunta a bocajarro “¿qué?, parece que va ganando el Madrid, ¿no?” o como cuando a los 20 años la amiga más pesada y tocapelotas de la familia me breaba con lindezas del tipo: “¿tienes novia?”, “¿cuándo te casas”? “¿no vais a tener un niño”? Como detesto ese vicio incorregible de considerar que aquello de lo que participa la mayoría (o lo que parece mayoría) es obligatorio para todos.

Vivo atónito ante comportamientos propios de esta nueva anormalidad que se han ido imponiendo como suerte de una especie de corriente gregaria que, parece ser, hace felices a muchos. Así el “¿te has vacunado?” ha alcanzado en tiempo record el mismo estatus que el “Feliz Navidad” y el “Prospero Año Nuevo”.  De igual forma el “¡ya estoy vacunado!” se ha convertido en una carta de presentación cuando no es solicitada. Como colofón el “felicidades” o el “enhorabuena”, son proclamados con más entusiasmo, si cabe, que al ser expresados a unos padres cuando nace su bebé. Si esto sucede tras la primera dosis, no quiero imaginar lo que será cuando llegue la segunda.  Seguramente la ansiedad por conseguir el “pasaporte sanitario”, “certificado COVID digital” o como quieran llamarlo, será equiparable a la que se desató en muchas familias por comprar papel higiénico para un regimiento al principio de la pandemia o, incluso, a esas necesidades instaladas socialmente y que son un auténtico lavado de cerebro:  desde contratar todos los seguros que se inventen las Santa Lucías de turno y sus primas, hasta obtener un coche alemán de alta gama a partir de los 50, pasando por la instalación en la vivienda de un sistema de alarmas de última generación que garantice una tranquilidad lexatiniana cuando se duerme fuera de casa. Seguridad ante todo, total, ni el destino, ni el azar son demostrables… Estos son fantasías de quienes no tienen criterio. Vamos, como si la seguridad fuera evidente o tangible.

Vivo sin hacerme ni una PCR más. Ya me hice demasiadas que luego nadie me pidió y mi dinero me costaron ¡qué negocio más indecente!

Vivo besando y abrazando a los que son como yo y haciendo todas las parodias necesarias con los que se mueren de miedo para que no sufran por mi culpa, pero conste que cada vez que alguien se pone la mano a la altura del corazón o se me saluda con el codo, el antebrazo o un puño, siento… Prefiero no decir lo que siento.

Vivo obligado a representar diferentes papeles.

Vivo comprendiendo que no se me entienda, pues, al fin y al cabo, soy un “raro”: he dormido a la intemperie; me he paseado por el borde del precipicio; arriesgué en muchas ocasiones; estuve dos veces más muerto que vivo;  me fui de siete empresas porque me asqueaban y tenía que bregar con jefes a cual más mediocre; viví dobles y hasta triples vidas; amé con locura; me dejé llevar por la pasión; fui promiscuo y en los 80, cuando el mundo entró en pánico como ahora e, igual que se nos tapa la boca, entonces se nos tapó el sexo, a nadie le pregunté si portaba el VIH; experimenté y probé; viajé y me introduje en los entresijos de culturas muy diferentes; tuve una pistola en la frente y la punta de una navaja en la yugular; me codeé con gente “importante”; dirigí equipos aplicando mis convicciones más que mi formación, alcanzando los objetivos en menos tiempo  y aportando más valor añadido que los que ni podían, ni sabían alejarse de la doctrina; ayudé a otros sin apoyarme en ningún tipo de organización; conseguí emocionar; toqué a Dios sin creer en él; creé con mi voz; transgredí y asumí retos; rompí obstáculos construidos de hipocresía y falsa moral; desempolvé lo que otros no se atrevían a destapar… Fui cualquier cosa menos un adiestrado y, aquí estoy. ¿Podrán los “razonables”, los “cívicos”, los “modélicos” y “paradigmáticos” demostrarnos que son mejores en algo que los que estamos de este lado?  Es imposible que me entiendan todos, tampoco lo pretendo, pero al menos pido que se me respete por la sencilla razón de que las “ovejas negras” le dan sentido a un mundo dominado no por las blancas, sino por las anodinas y, esto, en el mejor de los casos. No tengo problema alguno en relacionarme con mis congéneres inmaculadas, pues siempre me han parecido seres maravillosos con los que me puedo ir al fin del mundo sabiendo que me entienden, que sentimos una atracción mutua y que, precisamente por eso, es imposible que nos repelamos.

Vivo pensando que nunca imaginé escribir todo esto, pero con el caos instalado desde que terminó el año 2019, con lo que vi y oí, me obligo a ello. No soy un escupidero, ni un muro de lamentaciones, ni tampoco un saco de boxeo. Existo, siento y padezco, por eso he tenido la necesidad de expresar y, francamente, creo que mi postura es compartida por muchos más de los que parece. Silenciarse y aguantar es lo que tiene, al final se peta. Y si, como soy uno de esos que tan perfectamente definió el jurista e historiador Alexis de Tocqueville allá por el siglo XIX, mientras no me flaqueen las fuerzas, seguiré en la resistencia: «la mayor parte de los seres humanos prefieren adherirse al error con tal de no quedarse aislados» 

SENSACIONES ANTE LA PANDEMIA

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Jamás podre olvidar aquella imagen. Me heló la sangre por la bestia realidad que mostró ante mis ojos, por esa desolación propia de un mundo de ficción catastrofista. Una panorámica nunca imaginada que arrancó de cuajo cualquier posibilidad de duda o de ilusión.

Sé que aquella percepción me va a acompañar hasta el último día de mi vida, por todo lo que representa y simboliza. Por lo ínfimo que me reconocí al sentir el pánico que me generó, no un virus, sino la confusión, la irracionalidad, el caos y la intimidación. Porque es la visión de una situación trágica e inhumana; porque sean los que sean los ojos que la contemplen, el constructo que ha generado es tan antinatural, que no hay razón divina o terrenal capaz de justificarlo, a no ser, que el lavado de cerebro sea de tal calibre que impida saber o, al menos intuir, que se es víctima de este…


Un lugar emblemático del Madrid más contemporáneo siempre plagado de personas y, ahora, escalofriantemente vacío; un viaje de unos 50 kms por autovías desiertas, tras la llamada obediente a la Guardia Civil para que se me concediera un sí o un no, en lo que moral y humanamente, solo cabe el sí; un tener que justificar mis sentimientos, mis prioridades y mi intimidad; una sensación de estar cometiendo un delito por recoger en el aeropuerto a la mujer que amo, con la que llevo 26 años y a la que conocí hace 42; un no querer ni imaginar la frialdad del encuentro después de un mes sin vernos; un augurar su tristeza al salir con su equipaje y encontrarse en un escenario de fin del mundo, viniendo de un país centroeuropeo sin amenazas, ni reclusión virulenta, sin guantes ni mascarillas obligatorios y sin miedo, donde durante algo más de 30 días ha abrazado, mecido y besado a su nieta recién nacida; un tenerle que entregar una mascarilla y unos guantes en vez de fundirnos en un abrazo y cien besos emocionados; un mirarnos a los ojos arrasados por lágrimas apenas contenidas; un no saber quién de los dos puede estar contagiado, olvidándosenos la multitud de posibilidades que ambos tenemos de no estarlo; un estrujarnos las manos enguantadas ya, dentro del coche a más de un metro de distancia; un silencio sepulcral en el ambiente; un dolor… un dolor por acatar aquello que entra en conflicto con nuestro fuero más interno cuando este, lo que nos dice, es que las cosas no son así, que estamos pagando por una falta que no es nuestra y que, por ser personas, tenemos todo el derecho del mundo a arriesgarnos y hasta a equivocarnos; que se está intentando poner fin a una hecatombe responsabilizando a los que somos potenciales víctimas; que hay fugas de honestidad, de compromiso y de sinceridad gravísimas en todos aquellos que han alcanzado cotas de poder político; que se nos están cercenando nuestros proyectos, nuestros trabajos, nuestras familias, nuestras ilusiones, nuestra economía, por vencer a un enemigo invisible del que se sabe nada o muy poco; que hay contradicciones flagrantes en lo que se nos cuenta, prepotentemente justificadas con la miseria argumental de “lo no conocido”, tomándose a la vez las “únicas medidas que garantizan seguridad”, por consiguiente, las inherentes a lo conocido; que en el mejor de los casos se están dando palos de ciego y en el peor, se nos están ocultando todas las verdades sobre, la transmisión, los fallecidos o los contagiados; que nadie puede demostrarnos que sea más peligroso sentarse en un jardín de forma segura, que esperar en una cola de media hora para que te permitan entrar en el supermercado en el que estarás un tiempo considerable; que nadie nos puede argumentar que pasear al perro sea menos peligroso que pasear en soledad respetando la distancia social; que nadie nos puede fundamentar que hacer ejercicio en la calle guardando ese espacio es más arriesgado que la pasividad a la que la estrechez de casa nos obliga; que es esperpéntico que tu mujer se tenga que sentar en el asiento de atrás, cuando es la persona con la que compartes tu intimidad; que no podremos digerir el no despedirnos de nuestros seres queridos y que eso va a suponer una llaga abierta para siempre; que nos están entreteniendo con ejercicios buenistas e hipócritas en las ventanas y las entradas de los hospitales, mientras los féretros están saliendo por la puerta de atrás camino de una morgue, sin poder velar ni enterrar a nuestros muertos, sin guardar el duelo necesario, sin el respeto que se merecen, sin el reconocimiento que esta tragedia imprime.

No, creo con sinceridad que las cosas ni son así, ni deben ser así. Que entre poner límites a la libertad por una crisis sanitaria y confinar indefinidamente a toda una nación, con escasas excepciones difíciles de entender a poco que se piense, hay un matiz que nos debe invitar a la reflexión; que aquí no se ha restringido racionalmente la libre circulación de personas (sería lo propio de un estado de alarma), aquí se ha decretado directamente un encierro; que aquí se ha paralizado al parlamento en un momento de concentración de poder, que es, justamente, cuando el legislativo tiene que ejercer más control y, aducir, que es la forma de impedir el contagio de sus señorías, en los tiempos tecnológicos que corren, suena a chiste, sobre todo, si se recuerda como transcurrió la España de la primera semana de marzo; que aquí se está planteando la monitorización y la persecución de la información no “veraz”… ¿Quién define lo que es información no veraz?

No quiero creer que España se pueda parecer a China, pero sí creo que hoy, España, se está diferenciando de Alemania, de Italia, de Francia, del Reino Unido y, no digamos, de nuestra hermana Portugal.


Será por todo esto por lo que no podré olvidar aquella imagen cuando enfilando la marquesina de salidas de la T4, a veinte por hora, solo vi una silueta difuminada al fondo. Nos separaban trescientos metros de soledad absoluta. Más allá un coche con las luces de emergencia dadas. Me fui acercando entre badenes y pude ir adivinando su figura. La tengo tan interiorizada que jamás podría equivocarme. Sola, con su maleta, esperándome. Di las luces y se adelantó unos pasos. Cada vez más cerca, busqué lo que me podría transmitir su expresión y fue lo que ya sabía. La conozco tan bien… Preocupación, tímida sonrisa y estupor. Salí del coche y escuché su “amor mío”. A toda velocidad abrí el maletero mientras se sentaba en el asiento del copiloto. Entré y le di la mascarilla. De inmediato salió un vigilante del único automóvil allí aparcado para informarnos que debía sentarse atrás, de lo contrario, nos multarían en carretera. En contra de su voluntad, obedeció la orden sin rechistar. Eran las 14.00 h del día 27 de marzo. Nos agarramos las manos ya enguantadas con toda nuestra fuerza, mirándonos a los ojos humedecidos. Desde entonces no ha dejado de obedecer órdenes, yo comencé a hacerlo el día 15, como todos los españoles. Unos, convencidos de que no se puede hacer de otra manera y, otros, convencidos de que se podría haber hecho y, se puede hacer, por lo menos, algo mejor.

Martes, 28 de abril de 2020. 21.38 H

En el día y hora indicados, se contabilizan 23.822 fallecidos (cifra oficial). Primer fallecido por COVID-19 en España, que se sepa: 13 de febrero de 2020.

Para haber optado por el «estado de alarma» más estricto de Europa, ¿no es terrorífico? ¿Es admisible?

DIEGO JIMÉNEZ NÚÑEZ

Probablemente fuiste el primer recuerdo que guardé de la rama utrerana de mi familia cuando yo era chico. Siempre junto a tu inseparable Juana, tu princesa, a quien meciste y mimaste conmovedoramente toda tu vida.

Llevo nítidas imágenes tuyas de cuando íbamos o cuando veníais. Delgado, menudo, inquieto, sonriente a cualquier hora del día, con una palabra llena de cariño siempre dispuesta, cuando no un piropo o un abrazo acompañado de besos sonoros, de los que se sienten auténticos.

Derrochabas simpatía y elegancia. Presumido al detalle, como tantos de nosotros. Nunca vi atender un puesto de pollos con tanta pulcritud y guapo…,  guapo como todos los descendientes de la tita Gracia y de Gaspar Jiménez.

Desde niño, junto a ti, sentí que eras de los míos, pero de los míos de muy de cerca al ver el cariño y admiración que profesabas a tu prima Milagros y a mi padre también. Era mutuo, eso se que lo sabes. Aunque tú tenías nueve años más que mi madre, ambos fuisteis los “niños bonitos” de vuestro abuelo Manuel.

Lo que te gustaba echar un ratito en Madrid y disfrutar de la magia de su noche. Aunque vinieras para contactar con figuras del flamenco de cara a tu próximo Potaje Gitano, siempre había espacio y tiempo para nosotros. Aquellas noches en Pasapoga, junto a mis padres y tus cuñados Dolores y Ceferino…, las cenas, los teatros… siempre tan referidas y de las que yo no pude disfrutar por mi corta edad. Ahora se que me perdí momentos, risas y conversaciones trascendentales.

Cuando entrabas en casa, entraba la alegría y la gracia de la ocurrencia más utrerana y siempre acompañada de lo que fue una constante en tu vida, tu devoción. En tus palabras más deseosas de amor hacia los demás siempre estaba tu Virgen, tu Virgen de la Esperanza. Tú la descubriste y luchaste hasta conseguir tu sueño, el sueño del que más orgulloso estuviste, convirtiéndola en la Virgen de la Hermandad de los Gitanos de Utrera. Pues bien, quiero que sepas que tu orgullo es el orgullo de todos, hasta de los que flaqueamos en creencias religiosas pero conocemos las raíces de lo genuinamente nuestro.

Naciste con el don del encanto, con la estrella de la sencillez que brilla, con la filosofía de la que uno aprende, por eso después de mucho tiempo, cuando volví a Utrera me sentí 829dichoso escuchando la narración que de la familia me hacías, especialmente, cuando me hablaste de mi tía Amparo. Nunca podré estarte lo suficientemente agradecido. Aquel día Juana y tú, sin saberlo, marcabais un antes y un después.

Te vas con casi 95 años. En aquella ocasión al despedirnos rompiste a llorar porque pensabas que no nos volverías a ver pero afortunadamente te equivocabas y el destino nos volvió a reunir unas cuantas veces más. La última el verano pasado, cuando nos hicimos esta foto. Ya estás con tu Señora, como gustabas decir, y con los que se fueron antes. Besos a todos de mi parte. Yo me quedo con ese pedazo de corazón que fuiste. Lo necesito porque se que algo de ti habita en mi. Gracias por todo, tío Diego, gitano de pro.

 

EL CORTE INGLÉS, ENTRE LA RESISTENCIA, LA DECADENCIA Y LA INTEGRACIÓN

Hace poco estuve en El Corte Inglés a causa de esa lluvia tan cansina y del viento que nos asoló durante varios días hasta el punto de romperme el paraguas haciéndome trastabillar por no soltarlo. Entré sin pensarlo en busca de un sustituto bien fornido porque con un temporal como este, uno no sabe cual es la misión principal que semejante artilugio debe cumplir, si la de resguardarte del agua o la de mantenerte en tierra firme.

Me pilló en Gran Vía –confieso que hacía tiempo que no iba a un Corte Inglés- y al entrar en el de Preciados sentí como una especie de congoja. No se, de pronto todo me pareció demasiado antiguo y viejuno, como si el tiempo no hubiera pasado por estos almacenes que, por otro lado, forman parte casi indisoluble de nuestras vidas, al menos de los que nacimos en la década de los sesenta y en grandes ciudades, pues hemos crecido entrando y saliendo de ellos.

El tipo de luz, la concentración masiva de productos, esos mostradores que parecen los mismos de hace cuarenta años, la aglomeración de gente, el modelito insustancial de las dependientas, la musiquita de fondo y esas voces que por megafonía siguen hablando sin que me entere de lo que dicen… Lo de “señorita Puri, señorita Puri, acuda a centralita por favor”, lo aprendí de los chistes que esta dama suscitó.

Todo sigue igual y el público también o, al menos, esa sensación me dio. Aunque la media de edad suele ser talludita, dígase uno mismo, también vi jóvenes, pero estos como que andan más de camuflaje y apenas se les nota.  Partiendo de la base de que todos hemos comprado en estos almacenes, siempre me pareció que había un perfil de cliente Corte Inglés que se caracterizaba por ser bastante anodino, uniformado, poco arriesgado en su forma de vestir y al mismo tiempo correcto, ligado a la clase media o incluso a la clase obrera con cierto poder adquisitivo, claro que lo de comprar a plazos sin intereses y que te lo carguen al mes siguiente con tarjeta de compra, ha permitido vestir y vivir con dignidad a muchos españoles, sobre todo, en tiempos pasados. No digamos las facilidades para cambiar un producto por otro con un montón de días de margen o para devolverte el dinero. Así pasaba, que en épocas pretéritas algunos compraban, estrenaban, lavaban y devolvían el Lacaste de turno habiendo cortado la etiqueta pero, eso si, con el ticket de descambio impoluto. Conocí a dos que lo hacían y, cuando no existían los sistemas antirrobo de hoy, supe de una individua que iba de graciosa (sigue yendo de lo mismo y hasta de gran señora), que aprovechaba el barullo para llenarse los bolsillos de bisutería mientras hablaba muy chistosamente con la dependienta.

Hubo una época en que yo intuía quien compraba con fidelidad absoluta a estos almacenes y quien no, lo que producía mucha incredulidad e hilaridad entre mis colegas, pero casi nunca me equivocaba. Era una distracción como otra cualquiera que consistía en jugarnos una caña cuando estábamos en las cercanías de algún centro, de forma que seguíamos a alguien con cara y pinta de Corte Inglés y si la persona entraba en el establecimiento los amigos me pagaban una, de no ser así, les invitaba yo a ellos. La verdad es que solía ganar y cuando me preguntaban porqué los detectaba en la calle les hablaba no solo de sus hechuras sino también de sus caras, porque siempre me pareció que existía una cara de Corte Inglés, como me parece que existen otras de abogado, científico o coplera. Me da cosa decirlo, pero yo no recuerdo haber visto gente guapísima, ni elegante y menos aún glamurosa en estos establecimientos, al menos en los de la ciudad en la que vivo o, mejor dicho, viví. Seguramente que esta es la razón por lo que durante bastante tiempo los frecuenté.

Obligado a aceptar que los dependientes de ambos sexos de hoy no se elijan por sus capacidades como vendedores sino por sus físicos u otros “méritos”, a estas alturas, topar con los de “El Corte”, choca y aunque siempre se dijo que los había muy bordes, afortunadamente yo no me los encontré. La señora de los paraguas -no era una señorita sino una señora, alianza en dedo, entrada en años, rellenita y bajita- me trató como a un hijo. Empezó con el «usted», pero al decirle que seguramente éramos quintos, le faltó tiempo para tutearme, cosa que agradecí. No pude seguir la cuenta del número de paraguas que me mostró abriéndolos y cerrándolos con una energía apabullante –imagino que para dejar patente la reciedad de sus varillas- y, todo, por haberle contado lo sucedido con la ventolera, vamos, que ante tantas propuestas, al final era tal mi aturdimiento, que preferí que decidiera ella. “Pues si me dejas que yo elija, llévate este porque va todos los días al gym” Por supuesto la “gracieta” me costó un pastón que jamás hubiera gastado en un paraguas, pero reconozco que supo llevarme al huerto, permitiéndolo yo, gracias a su talante y sus grandes dotes comerciales. Ya me gustaría encontrarme dependientes así cada vez que me sablean.

Hace años todo daba un giro de ciento ochenta grados en la planta de deportes porque en ella nos agolpábamos los jóvenes pudiendo pasar horas con los amigos picoteando por todas las marcas y probándonos las últimas Nike o Adidas  aunque no hubiera intención alguna en comprar o pelas para pagar. Desde que nos comieron el tarro los de Decathlon, los deportes en “El Corte” pasaron a un tercer orden y ahora, en esta sección,  consumen más los puretas que la chavalería.

Lo mismo pasaba en discos y librería, pero los discos apenas se compran ya y los libros en formato tradicional anda que anda. Otro monstruo consiguió magnetizarnos y me temo que en este caso cayeron jóvenes y mayores. No es mi caso porque nunca he soportado el esnobismo que se respira en la Fnac. Soy y seré siempre cliente de La Casa del Libro (Espasa-Calpe) a no ser que me la cierren para suplantarla por alguna franquicia de esas que venden uniformidades a troche y moche, las de los trapos con olor a petróleo o a algo similar que no se definir.

Con mi reluciente y musculado paraguas en la mano, ya sin etiqueta y sin empaquetar se me antojó subir a la cafetería y hacer tiempo por si escampaba. ¡Mira que haberme comprado un paraguas tan caro para esperar a que escampe…! Cuando entré en ella no sentí tristeza, esta vez, padecí un auténtico shock emocional. No he vivido algo igual desde que con mis abuelos paternos íbamos los domingos por la tarde a las cafeterías Manila, Nebrasca o al Café Varela, pero es que entonces yo tenía menos de quince años. Con una estética un poquito más moderna volví a ver las mismas escenas y descubrí que la cafetería se ha convertido en el lugar donde muchas personas de la tercera edad meriendan. Había mesas ocupadas por grupos de señoras y de señores en amigable tertulia, por lo que entiendo que al haber desaparecido aquellos cafés, se han refugiado en el único lugar que mantiene aquel concepto de encuentro, con camareros tradicionales y productos de los de toda la vida. Pensándolo bien, ¿Dónde se puede tomar uno un café con tostada o churros a un módico precio, sentado cómodamente y atendido por personas “normales”, uniformadas y que te traten de ud?, o incluso, ¿Dónde se puede estar reunido con los amigos en amena conversación sin una música cuyo volumen o estilo te expulsen y donde lo único importante seas tú y tu grupo y no la decoración, la supuesta modernidad del local o la sofisticada presentación de la tontería que te vas a comer? No creo que queden ya muchos más lugares en Madrid porque las franquicias de vaso de cartón y suelo pringoso o los locales super cool lo han invadido todo y, lo triste, es que también están ganando terreno en «El Corte».

Me dio la sensación de que la mayoría de estas personas quedan allí para pasar la tarde porque no vi en esos grupos las bolsas que todos conocemos. Increíble lo arregladas que iban muchas de esas señoras, mientras que ellos, como es menester, iban más tipo planta de caballeros de «El Corte», es decir, más insípidos, o sea, entre la sota, el caballo y el rey, de esa forma “discreta” de ir y que tan alabada es por muchos.

Mientras pagaba me llamó Pepa para encargarme la compra de algunas frutas, así que emprendí el descenso por las escaleras mecánicas, sabedor de que en aquellas profundidades por debajo de la calle se encuentran unos magníficos supermercados. Al llegar a la planta baja decidí irme al super del vecino centro de Callao por su cercanía al aparcamiento donde había dejado el coche. Los super son lo único que frecuento asiduamente, entre otras cosas porque cierran tarde, pero en esta ocasión, como venía de recorrerme todo el edificio de Preciados volví a experimentar otra sensación diferente, algo así como un abrazarse a otra dimensión.

Me atrevería a afirmar que es en los súper donde estos establecimientos adquieren verdadera categoría y, en ocasiones, hasta cierto encanto no ya por la variedad y calidad de sus productos, sino porque en ellos a veces uno se encuentra con cierto estilo entre la clientela y hasta con famosos de toda índole. Lo digo porque nunca vi a tanta gente conocida como en estos supermercados: Alasca (sin su maridín), Almodóvar, Amenábar, (va de cine), Jose Luis López Vázquez QEPD, Agustín González QEPD, Antonia Iglesias (peleándose en la caja con dos niñatos que se la querían colar, genio y figura) QEPD, Alfredo Amestoy (al que reconocí por su personalísima voz en la pescadería un día de Noche Buena llevándose una tonelada de mariscos que para eso es de Bilbao el hombre), la gran Nati Mistral QEPD, Enrique Ponce (que hay que ver la recalá que me echó, con perdón), Charo López (imponente señora, la verdad), Alexis de Anjou (que decía ser el heredero legítimo de los zares de Rusia y que anduvo por Madrid en los años 80) QEPD, María Asquerino QEPD y seguro que muchos más que ya ni recuerdo.

Efectivamente, estos supermercados tienen su punto y su morbillo, es decir, son lo más entretenido (al menos para mi) y, no digamos, el que visité con mi mega paraguas que ya empezaba a incordiarme por su altura y por no saber moverlo a modo de bastón, algo que me sucede con todos. Es como si me faltara espacio en el suelo para apoyarlo según mis pasos van avanzando, pero, volviendo al tema que nos ocupa, el súper de Callao, además de lo dicho, ofrece un espectáculo de lo más “exótico” con el peculiar añadido de la vecina Chueca. El otro día, abundaban gays de todas las edades y colores encantados de sí mismos y, digo esto, porque al igual que sucede con los ancianos de la cafetería, parece que vinieran a pasar la tarde, solo que en este caso, pululaban por los pasillos encontrándose, parándose, estableciendo charlas y recalcando lo que abanderan con sus típicas indumentarias y con los demás recursos de que disponen, que no son pocos. Me dio la sensación de que se manejaban en este espacio como si les perteneciera, por lo que no me extrañaría nada que en breve los responsables de este centro adornen la entrada al súper con un banderón arco iris (es broma).

Ante situaciones como esta, me pregunto qué tendrá que reivindicar hoy en día un colectivo que se muestra con semejante “desparpajo” y que marca su territorio en los espacios públicos donde se ubica, por aquello de lo que dice enorgullecerse. Desde luego, lo que transmiten estas gentes es cualquier cosa menos sufrimiento, marginación o persecución. No me extraña que haya homosexuales o personas que habiendo practicado esta opción entre otras, vivan absolutamente silenciados, como tantos grupos que en la actualidad callan ante la imposición de formas y maneras que no pueden compartir. La dictadura que ejerce la cultura establecida está amordazando a demasiada gente y lo peor es que a esto se le está llamando democracia y libertad. La experiencia me ha enseñado que en todos los ámbitos, muchos de los que defienden su opción con uñas y dientes desprecian las de otros y esto, sencillamente, no es de ley.

Creo que hablar de orgullo desde una cierta militancia cuando lo que en realidad se está produciendo es una apropiación por parte de algunos (un mogollón), de lo que también puede pertenecer a otros muchos en mayor o menor medida y desde concepciones diferentes, no es otra cosa que un intento de poner etiquetas a todo dios y un decirle a quien no pasa por el aro: “si no sigues nuestra norma, eres un insolidario y/o un reprimido». Pues bien, en mi opinión, esto tampoco es de ley. Imagino que habrá quien leyéndome concluya que soy homófobo, nada más lejos de la realidad, entre otras razones, porque nunca sentí pánico ni vergüenza ante los derroteros por los que pudiera pasearse mi sexualidad que, dicho sea de paso, fueron diversos.

Pensando en todo esto y en la argamasa de sensaciones tan dispares que este monstruo del comercio nacional me había producido, fui en busca del Toyotita amparándome en el pedazo de capota recién comprada porque las nubes seguían descargando todo su triste llanto sobre Madrid. Acababa de concluir una tarde que me había sacado de la rutina, reconciliándome con este gigante tan poco inglés y tan acomplejadamente español, que pudiéndose llamar Almacenes «El Águila”, se convirtió en lo que ya sabemos. He de decir que la experiencia fue positiva porque a pesar de todo lo dicho y, visto lo visto, si hay algo que transpira El Corte (no inglés), es la autenticidad de lo genuino. Algo que ya es tan nuestro que un servidor quiere que perdure siempre aunque no sea santo de mi devoción. Un guiso cuyos ingredientes exhalan ligeros aromas a resistencia, a decadencia y a integración, esa que nos aglutina a todos, siendo como somos cada uno de nuestro padre y de nuestra madre. Vamos que, al final, a pesar de todas mis críticas, El Corte, me va a molar.

Don Ramón Areces tuvo una gran ocurrencia, ya lo creo.

PURITA, LA DE HUMILLADERO

Rara, antigua, de otra época, tan estrambótica que ni por su físico, ni por su imagen pasaba desapercibida. Con mucha más edad de la que siempre reconoció, pretendió hacer creer a todo bicho viviente que tenía la misma de su marido, veinte años más joven que ella. Siendo amorosa, generosa y de buen corazón, por mantener semejante embuste fue capaz de provocar una brecha familiar de las que no curan.

Una rompecorazones, una heroína capaz de enamorar a dos hombres de postín sin proponérselo y una feminidad poderosa que nunca tuvo rivales en Humilladero. El amor la sonrió y fue mecida por la suerte cuando el destino le arrebató a su primer marido y primo hermano, dejándola viuda con treinta y cinco primaveras y dos hijos.  Quino y Nano quedaron huérfanos de padre con trece y nueve años respectivamente.

Guardando luto, un año después de perder a su esposo, fue sorprendida al recibir la visita de su cuñado Ramiro, depositando en sus manos un bello ramo de rosas. Un caballero respetado y muy reconocido en la vecina Antequera como docente de alto rango. Aquellas flores del color de la pureza se las entregaba nada más y nada menos que un profesor de instituto preocupado y ocupado en la viuda de su hermano y en sus sobrinos. Todo un gesto que desembocó en el compromiso arrancado a Purita de aceptar la invitación a un prestigioso restaurante y, por supuesto, acompañada de sus pequeños.

Era Ramiro un hombre discreto, elegante y culto, viudo y cincuentón, es decir, el varón que muchas mujeres de toda clase y condición hubieran deseado. Galante y detallista, seducía también a través de la palabra y su intelecto abducía a Purita hasta el punto de que a veces no se producía conversación entre los dos, sino un monólogo que ella escuchaba con la boca abierta y “embobá”. Aunque en la mayoría de las ocasiones era incapaz de seguirle, se sentía halagada ante las atenciones de un caballero tan ilustrado. Sus discursos y cumplidos acabaron con su luto, decidiendo así, entregarse a su antiguo cuñado y,  lógicamente, también primo. No le movía la pasión, sino una sincera gratitud por tantos gestos amables y protectores ya que, en realidad,  su corazón seguía mirando al que había sido esposo y padre de sus hijos.

Andando el tiempo de tan juicioso y casto noviazgo, Ramiro quiso hacer partícipe de tanta felicidad a su único hijo, Jaime, que en aquel momento contaba con diecisiete años y que Purita había conocido siendo muy niño. El muchacho, un estudiante ejemplar, a priori se mostró complacido por la dicha de su padre y al constatar que su antigua tía había encontrado la paz y la esperanza que en plena juventud le habían sido arrancadas. Muy pronto el muchacho partiría hacia Madrid para estudiar derecho e idiomas, sus dos grandes vocaciones.

Purita no quiso comprometerse en firme con Ramiro.  Él la propuso matrimonio al cabo de los meses y en repetidas ocasiones, pero siempre daba largas, aduciendo argumentos poco convincentes para un hombre profundamente enamorado. En general las evasivas siempre rondaban en torno a lo pequeños que eran sus hijos y al poco tiempo transcurrido desde la muerte de su marido. Parece ser, según una confesión que le hizo a mi madre, que no llegaron a tener  relaciones sexuales pues ella simplemente se dejaba querer en la confianza de que el profesor, como digno caballero español que era, nunca se propasaría y, así fue, por lo que Ramiro se tuvo que conformar con una amistad íntima en la que el derecho a roce no pasaba de algún beso correspondido tímidamente por ella o de ir agarrados del brazo que era a lo más que en aquella época las parejas “decentes” podían aspirar en público. Al mismo tiempo, no había una obra de teatro, estreno de cine o espectáculo en toda la provincia de Málaga a la que la pareja no asistiese, lo que suscitó desde el principio los consabidos comentarios envenenados de conocidos, vecinos y familiares. Aquel hombre le entregó todo su amor, su respeto y sensibilidad a sabiendas de que nunca la conseguiría.

Quino y Nano fueron creciendo, mientras que Jaime, primo segundo de ambos, estudiaba como un poseso sacando las calificaciones más brillantes de su promoción. Seguía concienzudamente los pasos de su padre al que admiraba profundamente. Al fin y al cabo era su único referente pues la madre había fallecido siendo él demasiado pequeño. En un tiempo record se licenció en derecho y aprendió a hablar casi a la perfección francés e inglés, a pesar de que nadie entendía el empeño del muchacho en esta segunda lengua tan desconocida e impopular entonces, siendo el idioma galo, tan refinado y elegante.

Aunque Jaime se había visto con su padre y su tía mientras que duraron los estudios, lo cierto es que esos encuentros se desenvolvieron siempre en un contexto estrictamente familiar. Al terminar la carrera decidió pasar las vacaciones en su amada Málaga y fue entonces cuando pudo conocer desde una mayor cercanía a la “prometida” de su padre. El joven pronto mostró una clara empatía con Purita, sintiéndose turbado cada vez que ella le saludaba dándole un beso en la mejilla o tomándole la mano como muestra del profundo cariño familiar.

Parece ser que ella no se había percatado de nada hasta que Jaime la invitó al teatro aprovechando que Ramiro se encontraba dando unas conferencias en Madrid. Por primera vez notó un brillo nuevo y diferente en su mirada a la par que un nerviosismo inusual en él. A los pocos días recibió un ramo de flores, esta vez eran rosas rojas, enviadas por el hijo de su pretendiente.

A partir de ese momento, Purita inició un camino en dirección hacia la felicidad desconocido hasta entonces aunque no exento de preocupaciones. Un hombre joven y vital le decía a escondidas o por carta lo que nadie le había dicho. Debatiéndose entre el rubor, la incertidumbre y el sentimiento de culpa vivió los meses más complicados de su vida y, al mismo tiempo, el conflicto interno que experimentaba la sumía en una profunda zozobra, sintiéndose cobarde e incapacitada para tomar una decisión.

Ramiro se fue percatando de cómo se mostraba cada día más ausente y escurridiza. De igual forma fue comprobando como su hijo se introducía en la vida de ella hasta ocupar una posición de clara rivalidad, tanto es así, que se llegó a un punto en el que Purita optó por retirarse rehuyendo de ambos.

Ante esta situación Ramiro decidió hablar con su hijo y clarificar lo que él ya sabía. Jaime no se anduvo por las nubes ante la demanda de su padre y confesó con total transparencia su enamoramiento, a lo que el respetable profesor reaccionó con la nobleza y el señorío que siempre le caracterizaron, es decir, retirándose y dando paso a que su hijo pudiera disfrutar de la mujer que el destino le negaba. Llegué a conocer a Ramiro ya en la ancianidad y me impresionó su condición alegre y optimista. Jamás guardó rencor por lo sucedido y siempre se comportó como padre y suegro sin tacha.

Al cabo de unos meses Purita y Jaime se casaron en Málaga y tras una breve luna de miel en San Sebastián, se instalaron en Madrid. A partir de este momento Jaime vivió en exclusiva para su Purita y para su nuevo trabajo. Antes de la boda había sido contratado como comercial en una importante compañía de electrodomésticos y en menos de dos años consiguió ser directivo de la misma. Si bien es cierto que siempre mostró carácter dominante, don para los negocios y una proactividad que, a buen seguro, fueron decisivos en su escalada profesional, también lo es que con su mujer, al menos durante los primeros años de matrimonio, se mostró como un siervo dócil y leal empeñado en hacer feliz a su princesa que a ojos de muchos, más bien, era una faraona.

Purita siempre se me antojó una tonadillera de las de antes de la guerra, aclamada en teatros de segunda y viajando bajo la luna de pueblo en pueblo por las bacheadas carreteras comarcales de la época. De estatura media, melena hasta la cintura teñida de azabache, tendente al sobrepeso y con un cutis terso y blanco hasta deslumbrar, podría haber sido la hermana pequeña de Estrellita Castro o la mayor de Isabel Pantoja. Tenía algo de cada una sin cantar ni bailar, pero sobrepasaba a ambas en su planta, en eso que las abuelas definían como “tener majestad”. Nadie que se cruzase con ella podía desviar la mirada a causa de la impresión que producía, destacándose no por su distinción, sino por una elegancia excéntrica que la hizo única e irrepetible. Purita, verdaderamente, imantaba.

Mi madre siempre que quedaba con ella alababa irónicamente su cutis de “porcelanosa”, lo que sin duda engordaba el ego de aquella marquesona cañí, pero lo que nunca se atrevió a confesar, es que desde antaño la había apodado como Purita “Espejos” y así es como en mi casa la llamábamos todos. Puedo afirmar que nunca vi una mujer con tanto brillo y que el enjoyamiento del que hacía alarde dejaba en un segundo plano a Isabel II (la inglesa) en sus cenas de gala. Aquella mujer fue un escaparate andante de alhajas de todo corte y pelaje regaladas sin pausa por su marido y, dudo mucho, que en esta villa se hayan paseado por su casco viejo tal cantidad de brillantes, rubíes, esmeraldas, corales y perlas de verdad, con tan poco pudor y temor.

Dos cosas me chirriaron de la “Espejos” durante toda mi infancia, de un lado, el efecto tan antiestético de sus destellantes sortijas en sus regordetes dedos y, de otro,  sus zapatos de “chúpame la punta” siempre de color blanco, en el día y en la noche, en enero o en agosto y lloviendo o nevando. Purita sostenía la anchura de su cuerpo en una colección de zapatos de novia que hubiera provocado, de haberlo sabido, un ataque de envidia cochina en Imelda Marcos.

Su forma de vestir, siempre impredecible y casi nunca apropiada para la ocasión abarcaba desde túnicas orientales de sedas naturales a prendas vaporosas de tonos contundentes, pasando por trajes de Chanel normalmente estrechos de más. En invierno su peletería también llamaba la atención, sobre todo por los visones y zorros que solían exhibir las solapas de sus abrigos. Tan solo pude verla en pantalones en una ocasión y dentro de su casa. Eran de encaje blanco con unas campanas de a metro, como poco, por pernera, haciendo juego con la blusa y cubierta con una capa de raso color “fuchia”, que Jaime le había comprado en Tailandia. Las zapatillas de estilo oriental también eran “fuchias” y más de una vez pisó los veinte o treinta centímetros que la capa arrastraba por el suelo y que ella se encargaba de mover como un capote de torero dando vueltas sobre su propio eje en aquel “noble” habitáculo de un barroquismo tan inconexo que nublaba la vista.

“¿No me dise na de mi capa, Milagro?”. Purita no pudo aguantar más al constatar que mi madre, habiéndose tomado el café, no había alabado aquella manufactura oriental estrenada para recibir a su querida amiga y a un servidor. Como la conocía, respondió a lo que de sobra sabía que quería escuchar, elogiando así el color tan atrevido (entonces) y, al mismo tiempo, tan favorecedor. La faraona se hinchó de placer y al mismo tiempo que se alisaba su lánguido cabello con cepillo de empuñadura plateada, mirándose en una burda imitación de espejo isabelino que colgaba entre dos ventanas, nos dejó muy claro lo “cateta que eran las española, que no se atrevian a llevá colore tan lusido”, “¿no me dirá tú que er fuchia este, no resusita a un muerto?Desde luego, ya lo creo que lo resucita y, yo diría que ese “fuchia”, a un vivo también”.

Acabábamos de salir por el portal de su casa cuando sentí la picazón de mi curiosidad y le pregunté a mi madre porqué ese color se llamaba “fuchia” si era como un rosa fuerte y, de paso, si el cepillo con el que Purita se había pasado la tarde peinándose era de plata auténtica. Fue entonces cuando me enteré de que ese color se daba en la flor de un arbusto llamado fucsia y de que en casa de La Espejos nada de lo plateado era de ley, sino de un baño con poca enjundia inventado por un tal Meneses, cuyo único mérito era el magnífico edificio que se había hecho construir en la madrileñísima Plaza de Canalejas. A día de hoy no puedo dejar de mirar cada vez que paso por allí su soberbia arquitectura. Verdaderamente es una de las construcciones más bellas de esta capital.

Jaime se fue empavonando con el paso de los años. Con casi dos metros de estatura, cierto aire alemán, ascendido a nivel europeo en su compañía, reverenciado en casi todos los países del occidente continental, intolerante en las discusiones y con una verborrea compulsiva que solo he vuelto a sufrir escuchando a un tal Pablo Iglesias (el de la coleta), se nos fue haciendo cada vez más insoportable. Su prepotente contundencia era tal, que al empezar a argumentar una idea, el flamante director general te cortaba en seco sin ni siquiera saber lo que ibas a decir. Sin duda, fue esta la causa por la que mi madre, una noche, al comenzar lo que prometía ser un constructivo debate sobre la etnia gitana, a la que todos pertenecíamos exceptuando a mi padre, dio un salto del sofá y gritando como una loca con su afónica voz le impelió con un “¡eres imposible, eres peor que Juan Centella!” Él quedó mudo por primera vez y al acabo de un rato pidió las disculpas que mi madre estaba esperando. Excuso decir que a partir de aquel día el marido de Purita Espejos y Porcelanosa, pasó de ser Jaime a convertirse en el celebérrimo héroe del comic. Era prepotente, pero también noble y siempre supimos que esta extraña pareja, a pesar de los pesares, nos tenía sincero y profundo cariño.

Aunque no quiero desviarme de mi relato, quisiera aprovechar la ocasión para aclarar que Jaime, como Ramiro y otros tantos de su época fueron gitanos universitarios. Me parece de justicia recalcarlo porque en la actualidad se ha convertido en noticia que gitanos y gitanas se hayan licenciado o doctorado en la universidad, como si nunca antes hubiera  sucedido. Obviamente hace cuarenta años eran muy pocos, pero la única diferencia con los de ahora –conste que me alegro inmensamente de que cada vez sean más- es que aquellos fueron gitanos anónimos o invisibles aunque, no siempre, como es el caso de José Heredia Maya, que impartía su magisterio como profesor de literatura en la Universidad de Granada hace más de veinticinco años. Ignorar hoy a los que entonces no abanderaron su pertenencia al pueblo gitano, no me parece de ley. Habría que saber cuales fueron sus razones, si es que las hubo porque, probablemente, ni estuvieron ligadas al miedo a la “cultura imperante”, ni a la traición a su pueblo. Me consta, por muy extraño que parezca a algunos gitanos universitarios de hoy (insisto en lo de algunos), que siempre hubo gitanas y gitanos que amando y respetando sus raíces culturales, jamás se sintieron diferentes al resto de sus compatriotas. También conviene recordar que, desde hace décadas, los gitanos de ambos sexos que se lo han propuesto han llegado a la universidad o se han formado en disciplinas de rangos equivalentes sin necesidad de ser “ricos”, es más, muchos de ellos haciendo verdaderos esfuerzos por conseguirlo.

Volviendo a nuestra singular protagonista, en mi casa siempre nos preguntábamos cómo era posible que un hombre como Jaime se hubiera podido enamorar de ella. Si en la apariencia eran como el día y la noche, en el cotidiano se producían situaciones que muy pocos hombres en su pellejo hubieran aceptado. Tanto es así que llegué a preguntarme si realmente la amaba o si habría algún interés oculto en aparentarlo.

En una ocasión Purita me contó la conversación que había mantenido con el inmediato superior a Jaime, es decir, el presidente de la compañía en el transcurso de una cena con toda la plana mayor en el hotel Ritz de París. Según me lo relataba, si no hubiera sido por el asentimiento de Jaime que, además, había hecho de traductor, no hubiera podido creerla. Ante las preguntas del francés interesándose por su nivel de satisfacción a lo largo de los días disfrutados en la Ciudad de la Luz y acompañada por las esposas de todos los directivos, a La Espejos lo único que se le ocurrió decir, fue: “mire usté, Parí e mu bonito. El Lubre mancantao, eh. Notredan, presiosa. Pero a mi lo que má me ha gustao e el Barrio Latino porque e lo má alegre y lo má paresio a EspÁña. Yo echao mucho de meno la lú y er so de mi EspÁña”. Estoy convencido de que lo que tradujo Jaime sobre la marcha a su jefe estuvo tan adornado, que el Sr. Presidente quedó encantado o casi. La Espejos más auténtica no pudo ser.

Pero lo más sorprendente en esta mujer era la capacidad que tenía de creerse sus propios infundios. Vivía en una realidad paralela sobre la que había construido su castillo de apariencias y de la que Juan Centella era partícipe. Una tarde de fin de año mi padre y yo nos acercamos a felicitarles. Entre los preparativos de una pretenciosa cena con invitados tuvieron ambos un espacio para nosotros en el que no faltó la exhibición de toda una colección de cajetillas de tabaco, una bandeja (de plata Meneses) llena de puros habanos, diferentes bebidas de marcas desconocidas y una carne mechada en el horno (muy escasa a mi modo de ver) de una ternera de un pueblo de una comarca asturiana que, como los cigarros, los puros, el whisky, la ginebra, el ron, el coñac, etc, eran exquisiteces a las que los españoles de la época no estábamos acostumbrados. Excuso decir que exceptuando la chicha, nada era español y que el vino, el coñac y los quesos, en los que hicieron especial hincapié, eran de la vecina Francia, país por el que Centella profesaba una gran devoción.

Para regocijo de mi vulgaridad, en una mini bandejita (de platita Meneses), Purita me sacó cuatro figuritas de mazapán (este si, español), dejándome muy claro que no era un mazapán cualquiera, que era el mejor mazapán del mundo, “comprado en la Casa Telesforo de la Plasa de Socodové, en la Siudá Imperiá”. Yo me jalé dos y mi padre las otras dos, todas ellas con forma de patito haciendo juego con otros patitos muy horteras de cristal de colorines, como no, de Murano, que adornaban la mesa de gala. En estas estábamos cuando mi progenitor tuvo la ocurrencia de invitarles al día siguiente a merendar con sendos turrones de diferentes sabores de El Almendro y un humilde café de tueste torrefacto comprado en La Mejicana de la Calle de Preciados (todo ello pronunciado con mucha ironía), a lo que la Espejos nos adelantó que les encantaría pero que al día siguiente venían a su casa su “hermano” Quino con su mujer y su hijo Nano. Mi padre se la quedó mirando con cara de haba y yo clavé mis ojos en Centella que en ese momento observaba con interés inusitado la lámpara comprada en Cristalerías Quevedo, lógicamente, de cristal de La Granja.

Como siempre que salía de aquella casa, sentí la necesidad de preguntar

– papá, ¿por qué ha dicho que Quino es su hermano?

– no se, Ignacito. Supongo que como se quita tantos años ha decidido convertir a su hijo mayor en hermano para que se note menos lo vieja que es

– pero si nosotros sabemos que es su hijo

– ya, pero a costa de mentir a los que no conocen su historia se le va la olla y ya no sabe ni a quien miente                                  

– verás cuando se lo contemos a mamá

– uy, si a tu madre ya se lo ha dicho varias veces

¿si?

pregunta cuando llegues a casa

Efectivamente, Purita llevaba un tiempo rompiendo el orden natural de su parentela más cercana, porque claro, no solo el que antes era hijo se había convertido en hermano, sino que la mujer de este ya no era nuera sino cuñada y los dos niños de ambos habían pasado de nietos a sobrinos. Nano, el pequeño de sus descendientes, de un día para otro perdió a su hermano y ganó a un tío carnalísimo y “El Centella”, dejó de ser primo segundo de Quino, para ascender a primo hermano. El resto de allegados y amigos que en su día habíamos sido personas más o menos normalitas fuimos degradados a la categoría de idiotas integrales por seguirle el rollo con el fin de no dañar una sensibilidad tan acusada. Todo este galimatías por no querer reconocer su edad.

Resultó que mi madre, meses antes, había tenido una conversación con Purita en la que aconsejó no llevar a cabo semejante disparate intentando persuadirla de que su edad era un secreto a voces. La Espejos se enojó ante la actitud de mi madre por considerar que con sus palabras dejaba muy claro que no reconocía su juvenil aspecto y que no recibía su apoyo en algo que era tan beneficioso en la carrera profesional de su marido. Verdaderamente aquella mujer no estaba en este mundo.

Pasados los años una madrugada de agosto a escasos metros de mi casa me encontré con Nano. Hacía muchos años que no nos veíamos y nos estrechamos en un sincero abrazo. Él me sacaba veinte años pero siempre había guardado el recuerdo de cuando muchas tardes se pasaba por casa y echaba el rato con nosotros en amigable conversación. Le invité a subir para tomar una copa y apenas se lo pensó. Al cabo de un rato, me contó el sufrimiento que le había producido aquel absurdo empeño de su madre. Me informó de que muchas veces venía a vernos para despejar su mente del calvario en que vivía. Me habló de cómo se enfrentó a ella, a Jaime y a su propio hermano cuando se dio cuenta de que éste aceptaba aquella pantomima por puro interés en la presunción de que Jaime podría proporcionarle un buen empleo en su compañía, algo que nunca sucedió. Su postura le costó el distanciamiento para siempre de Quino, la incomprensión crónica de su madre y el desprecio de Jaime que en ocasiones pasó a ser un enfrentamiento con brotes de violencia. Aquella noche me encontré con un Fernando de cuarenta años, tímido, deseando desembuchar y con una tristeza en la mirada que llegó a conmoverme. Aquella familia absolutamente patológica le había etiquetado como la oveja negra. Era un hombre solitario que según me contó mantenía relaciones con la única mujer que le había entendido, muchos años mayor que él y que, por supuesto, en ningún momento fue aceptada por su madre. Curiosamente se trataba de otra profesora de instituto a la que llegué a conocer y he de decir que escucharla fue un deleite para mi espíritu. ¡Qué ironías tiene la vida! ¿Por qué razón en las familias habrá códigos que se repiten de generación en generación?

Estuve tentado de sacarle a relucir un instante que en mi adolescencia había vivido junto a su madre, pero no tuve el valor de hacerlo por miedo a poner sobre el tapete un tema del que no quisiera hablar o a desvelar algo que ignorase. Un viernes acompañé a mi madre a la Basílica del Cristo de Medinaceli y según salíamos del templo nos dimos de bruces con Purita. Fue la única vez que la vi sin arreglar y reflejando en su rostro mucha amargura. Se abrazó a mi madre llorando mientras confesaba que la convivencia con Jaime se había vuelto insoportable y que se estaba planteando volver a Humilladero. Mi madre la estuvo consolando y quedó a los pocos días con ella a solas. Al parecer la causa de aquel malestar era, precisamente, el enrarecimiento al que se había llegado en la familia por el enfrentamiento entre Jaime y Nano. Ella, en ocasiones salía en defensa de su hijo y era entonces cuando Jaime descargaba toda su cólera en Purita. Afortunadamente aquella etapa llegó a su fin cuando Nano decidió apartarse para siempre de él, pero lo cierto es que el hijo pequeño de Purita se había pasado la vida cediendo ante lo que le resultaba insoportable.

Nos dieron las siete de la mañana y cuando tras otro abrazo salió al descansillo de la escalera, me habló de la última fantasía de su madre. Me dijo que por arte de magia se había convertido en escritora y que no paraba de gritar a los cuatro vientos que se había ganado la amistad de un famosísimo literato español (prefiero no decir su nombre), que revisaba sus obras y apoyaba en todo.

Al poco tiempo mi madre recibió por boca de la propia Espejos aquella primicia. Se lo tomó como otra más de sus excentricidades pero, lo cierto, es que llegó a dudar. Era tal la pasión que ponía Purita al relatar sus conversaciones con el escritor y al leer algún fragmento de sus “supuestos” escritos, que aquel nuevo episodio de su vida se convirtió en un enigma para todos nosotros. Por muy buena voluntad que se pusiera, era difícil creer que hablando y pensando como ella lo hacía, pudiera escribir de aquella manera. Meses atrás el matrimonio se había mudado a un edificio ultra moderno en pleno cogollo de Madrid, habitado por un montón de ejecutivos adosados a un maletín, modernas y modernos almodovarianos de los ochenta y alguna que otra prostituta de alto standing. Un lugar en el que Purita no pegaba ni con cola y en donde, seguramente, pasó por ser el personaje más exótico. Sin duda fue un periodo de catarsis  porque sin renunciar a sus señas de identidad, metamorfoseó hacia un estado absolutamente liberador en el sentido de que rompió barreras que nadie podía intuir.

Consiguió también sorprendernos cuando nos aseguró que se había sacado el carnet de conducir a la edad real de sesenta y seis años (oficialmente, cuarenta y seis ) tras cuatro intentos en el examen teórico y ocho en el práctico, según Centella le confesó a mi padre en un aparte. Pero la peor sacudida a nuestras entendederas se produjo cuando la vimos conducir un Ford Fiesta color butano con sus zapatos de novia y tacón de aguja camino de La Granja de San Ildefonso, lugar en el que Jaime había comprado otro apartamento a petición de ella, convencida como estaba de ser el retiro inmejorable para alcanzar la inspiración que todo artista necesita. Allá que se iban todos los viernes, puentes y veranos, estableciendo en tan aristocrático lugar su cuartel general. No se si lo de Jaime era amor ciego, personalidad suicida o mente demenciada, lo cierto es que él ocupaba el asiento del copiloto tan felizmente. ¿Serían sus aires de grandeza –en este aspecto se medía con su mujer- los que le encandilaban atrofiándole el sentido común?. “Estamo por frente al palasio donde nasió Don Juan”, repetía La Espejos en cuanto tenía ocasión y, lo peor, “yo no voy por er tune, yo voy por er puerto de Navaserrada, que me encantan la siete revuerta” ¡Qué acojone!

Lo cierto es que nunca vimos publicado un solo libro de Purita y, afortunadamente, no se nos informó de que su tardía pasión por el volante le acarreara algún accidente aunque al cabo de un año el “butanito” durmiera de por vida en el parking del súper edificio madrileño. En esto, como en todo, salió airosa demostrándonos que ni era tan torpe, ni tan incapaz como algunos creíamos. Una mujer absolutamente desconcertante cuyos mayores atractivos eran, precisamente, su capacidad de sorprender, su constante llamada de atención y el saber desarmarnos en tantas ocasiones desmontando los prejuicios que sobre ella pudiéramos tener. Aún así, peculiar y esperpéntica hasta decir basta.

En una ocasión en plena veintena y ya trabajando, me acerqué a su casa con un libro que había pedido a mi madre. Tras recibirme cariñosamente y en vista de que no podía quedarme ni un instante por haber dejado el coche en doble fila, me quiso dar una propina. Yo me negué entre otras cosas porque me sentó muy mal. No entendía mi actitud cuando expresé mi incomodidad al ser tratado como el “chico de los recados» siendo hijo de quien era y amigo de ella. Se puso triste y me dijo que no entendía mi desprecio porque mi obligación era agradecer lo que se me daba. Creo que hasta levanté el tono de voz, pues realmente, su reacción me había enfurecido. Dio un paso hacia atrás, y con lágrimas en los ojos y bajando la voz, me dijo: “me has hecho un favor y yo solo quiero agradecértelo” En aquel instante vi con claridad lo difícil que para Nano debió ser relacionarse con su madre. Si había conseguido sacarme de quicio en un instante, hasta dónde habría llegado la exasperación de su hijo pequeño con una madre incapaz, entre otras cosas, de entender que hay cosas que se hacen porque si y sin pretender nada a cambio. Según salí a la calle, como era de prever volví a preguntar, solo que esta vez a mi mismo, cómo se podía estar tan fuera de onda en la vida. Luego, como es normal tras mis chupinazos, me sentí mal y me planteé excusarme pero no lo hice al concluir que aquella forma suya de agradecer, suponía una ofensa para mi.

Al independizarme de mis padres y tomar mi propio camino, fui alejándome de muchas de sus amistades, entre ellas, de este matrimonio. Alguna vez me encontré con Jaime en la calle y siempre me decía que Purita apenas salía porque andaba muy mal de las piernas. La última vez que los vi juntos fue en el funeral de mi madre. Ella se apoyaba en él porque apenas podía andar. Dudo que para entonces siguiera manteniendo la fantasía que había conducido su vida. Sentí mucha tristeza porque su ancianidad ya no podía disimularse. Nos abrazamos los dos ahogados en un sollozo sin poder hablar, pero al separarnos nos miramos fijamente unos segundos y, enmudecidos, nos dijimos todo lo que hay que decirse para limpiar la consciencia y para expresar un profundo respeto y cariño. La mirada de Purita ha sido una de las más benévolas que he conocido.

Nunca más la volví a ver. Desconozco la edad que tenía cuando murió. Me enteré por mi padre de que Quino y Nano habían fallecido antes que ella. Pasó sus últimos años encerrada en su apartamento cool de los 80 en el centro de Madrid, saltando entre sus recuerdos y, probablemente, sin distinguir entre lo real y la ficción. El otoño de su vida fue mucho más sufriente de lo que nunca pudimos imaginar y, si estuvo dulcificado por algún bálsamo, ese no fue otro que el aliento incondicional de Jaime que, a pesar de su intolerancia y prepotencia, fue su mayor soporte y la mano que siempre estrechó la suya. Se me encoje el corazón.

Qué importantes son los raros, los estrambóticos, los excéntricos, los egocéntricos, los esperpénticos… Cuánto espacio llenan en nuestras vidas… Cuántas risas nos arrancan… Cuántas críticas nos provocan… Cómo protagonizan el mundo que nos divierte… Pero sobre todo, cómo nos ayudan a reconocernos, siendo como son, espejos descarnados de lo que tantas veces escondemos en público, es decir, de nosotros mismos.

SOY MADRILEÑO PORQUE NACÍ EN UN PEDAZO DE ESPAÑA

Y por esa misma razón de haber nacido en el acá o el allá de su vasto territorio podría haber sido catalán, andaluz, gallego, melillense, ceutí, valenciano, murciano, vasco, navarro, asturiano, extremeño, canario, balear, murciano, riojano, cántabro, leonés, manchego, castellano o aragonés.

De no haber sido mi madre una andaluza nacida en Morón de la Frontera e instalada en Madrid a temprana edad, seguramente no habría conocido a mi padre, un madrileño de La Gran Vía que vivía a un kilómetro de ella. Gracias a esa unión yo estoy aquí, pero, ¿y si el lugar de residencia de cualquiera de los dos hubiera sido otro? De quedarse mi madre en su pueblo probablemente yo no estaría en el mundo o, en el mejor de los casos, no sería madrileño sino andaluz. Es fácil deducir que el destino y, nada más que el destino, quiso que mis padres me trajeran al mundo en esta maravillosa villa y así consta en mi DNI. Me sucedió exactamente lo mismo que a todos los nacidos en este terruño al que los musulmanes bautizaron con el nombre de Mayrit o Magrit, es decir, “aguas subterráneas”, para castellanizarse en Magerit y acabar siendo Madrid. Por otro lado, no creo que mi situación difiera en nada de lo que les ocurrió a los aragoneses, castellanos, manchegos, leoneses, cántabros, riojanos, murcianos, baleares, canarios, extremeños, asturianos, navarros, vascos, murcianos, valencianos, ceutíes, melillenses, gallegos, andaluces y catalanes, ya que todos ellos nacieron circunstancialmente allí donde sus progenitores se encontraban.

Es más, puestos a romper en el primer llanto, el azar podría haberme obligado a hacerlo en cualquier rincón del planeta Tierra, lo mismo que a todos y, no me iré más lejos, porque soy muy respetuoso con esa magnánima ciencia que, a día de hoy, por extraño que parezca, no tiene claro que se pueda manchar el primer pañal en otro astro del infinito universo.

Me cuesta entender, por todo ello, a los que ignorando algo tan de Perogrullo y descarnadamente pragmático como lo anteriormente expuesto, pretenden construir un argumento identitario en función del lugar en que nacieron o, lo que es peor, de la región o comunidad en la que viven, trabajan y, por consiguiente, pagan impuestos. Aludiendo a una determinada cultura, a una lengua y a un convencimiento de que ellos son el ombligo del mundo, tratan de convencer a cuantos más mejor de que son diferentes al resto, inventándose una serie de peculiaridades que denominan “hecho diferencial” y que son las mismas que todos los pueblos tienen, exceptuando lo de creerse ombligo. Esto les lleva a una queja obstinada por no ser reconocidos desde el exterior con la reverencial medida que ellos consideran, sin contemplar, además, la extenuación que al resto nos producen. Es así como elevan a rango de “problema”, semejante constructo artificioso. Me refiero a eso que los separatistas y algún que otro “idiotista” llaman “el problema catalán” o “el problema vasco”.

Me produce perplejidad que el hecho de haber nacido aquí o allí pueda suponer para algunos un problema, cuando es algo absolutamente fortuito que viene dado por el destino, el azar o como queramos llamarlo. Defender a ultranza que se es de tal o de cual manera o que se siente de una forma exclusiva por haber nacido en Gerona y no en Valladolid o en Bilbao y no en Jaén me parece de una desnutrición mental y de una carencia intelectual insultantes. Es más, es tanto como decir que la individualidad no existe porque somos parte tan integral del clan, que el grupo pasa a pensar, a decidir, a sentir y a vivir por uno mismo.

Entenderé siempre que el lugar en donde nacemos y/o nos desarrollamos puede conformarnos respecto a los hábitos, costumbres y, en definitiva, por una determinada manera de entender la vida. Es cierto que casi inevitablemente surge de forma natural un cariño por todo ello y una identificación con el grupo humano al que se pertenece. Pero lo que no puedo compartir es que todos esos aspectos se conviertan en dogma y que este suponga un obstáculo que dificulte o incluso impida la empatía y la hermandad con otros grupos dotados a su vez de sus propias peculiaridades y con los que durante siglos se ha compartido una misma trayectoria, resguardados bajo el paraguas protector que a todos nos hace reconocernos y apoyarnos, es decir, la nación. Aclaro que por nación estoy entiendo la agrupación de personas que viviendo en un mismo territorio es avalada por la verificación de unos mismos vínculos históricos y culturales. Ni siquiera cuento para ello con la organización política o los órganos de gobierno que la rigen, pues aunque necesarios, son  consecuencia directa de lo anterior.

Me entristece que haya quien no sienta felicidad sabiéndose compatriota de toda la inteligencia y los valores que España ha dado a lo largo de su historia. Me pregunto qué tiene que mamar una persona para que al alcanzar la mayoría de edad e, incluso antes, no se sienta dichosa de pertenecer a la misma patria de Cervantes, Calderón o Lope; a la de Ramón y Cajal o Severo Ochoa; a la de Falla, Sorozábal o Albéniz; a la de Unamuno, Baroja o Valle-Inclán; a la de Rosalía o Gustavo Adolfo; a la de Dalí, María Blanchard, Picasso, Velázquez o Goya; a la de Isaac Peral, Torres Quevedo o Juan de la Cierva; a la de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz; a la de Compostela, Salamanca, Toledo, Sevilla, Ávila, Córdoba, Granada o Segovia; a la de Averroes o Maimónides (ahora me dirán que aquella no era España); a la de María Malibran, Caballé, Teresa Berganza, Kraus o Plácido Domingo; a la de Isabel y Fernando que cambiaron la concepción del mundo colonizando un continente recién descubierto; a la de los Padres de la Constitución, que hace cuarenta años fueron capaces de convertir la dictadura en una democracia europea; a la que inventó el instrumento musical más universal y social que existe, la guitarra; a la que parió el movimiento comunero; a la que dio a luz al primer parlamento de Europa, Las Cortes de León; a la de los Machado y Lorca; a la de Beatriz Galindo, María Pita o Mariana Pineda; a la de Mairena, Fernanda, Bernarda o Camarón; a la de Concepción Arenal, Emilia Pardo Bazán, Clara Campoamor o Federica Montseny; a la de Barraquer, Vallejo Nájera o Marañón;  a la de Ortega y Gasset, María Zambrano, Besteiro o Julián Marías; a la de Gala, Sampedro o Almudena Grandes; a la que en la Edad Media cumplió una doble y trascendental  misión en Europa: mientras que la España cristiana hacía de muro frente al Islam impidiendo su avance hacia el continente, al mismo tiempo se convertía en el canal por el que la España musulmana irradiaba con su potencial luminoso en una Europa mucho más bárbara e indocta. No hay teclado en mi ordenador para enumerar a los españoles de todo sexo y condición que hicieron y hacen posible la grandeza de esta nación.

No es verdad que mi esencia como persona dependa exclusivamente del pedazo de tierra en que nací y crecí. Obligado es que me esfuerce en ser algo más que eso, pues de lo contrario, mis aspiraciones serían anémicas. Soy como soy, porque mis ideas, pensamientos, emociones y sensaciones tienen que ver única y exclusivamente con mi individualidad, es decir, con mi consciencia que, a su vez, es humana e hija de la naturaleza que me dio la vida. Precisamente, por todo ello, necesito hermanarme, porque sabiendo que no soy ni ideología, ni adoctrinamiento, ni religión, ni raza, ni etiqueta de ningún tipo, siento la necesidad de sumar mi energía a la de otros para construir.

Esta debe ser la razón por la que nunca me he sentido diferente de mis compatriotas a causa del paisaje de mi ciudad, de los hábitos y costumbres de mis paisanos, de la bandera que según y para qué puedo enarbolar o no, de los símbolos locales, de los clubes de fútbol, de los callos a la madrileña, de las fiestas de San Isidro y de La Paloma, de la cerveza Mahou, de la historia de mi pueblo, de los políticos que me gobiernan, de los intereses económicos de unos pocos, de la ideología excluyente que quieran inocularme, de la religión que me inculcaron y que siempre rechacé, de las razas que en mi confluyen o de la educación que he recibido. Nunca me creí superior a un palentino que por ser «madrileño», ni elevé mi lengua madre a la categoría de “la lengua”… En definitiva, mi yo, no es solo el resultado de la cultura que me tocó ni de la coyuntura que me encontré, por consiguiente, ninguno de estos dos factores pueden abanderar mi vida.

La cultura establecida puede ser enriquecedora o degradante, por ello, se puede abrazar en parte o hasta en su totalidad, pero de eso a encarnarla hay un abismo. En ese caso estaríamos hablando de un pozo sin fondo, de una tiranía cegadora y sofocante, de reducir a la nada el todo, de la supremacía de la minoría, de disolvernos en lo grupal, del mimetismo, de la uniformidad decadente, de la catetez más burda, en definitiva, de la muerte de lo más vital, la desaparición de eso que nos hace ser plenos al construir y evolucionar en la conjunción entre los plurales, entre los matices…, entre los complementarios.

¿Cabe entonces hablar de un sentimiento de pertenencia en contraposición al que puedan tener los demás?  Me parece tan pernicioso que debiera tratarse como patología. ¿Cabe hablar de identidad, si es que existe, despreciando la que puedan tener los otros? ¿Cabe la acusación sistemática al hermano cuando no se quiere ver el problema que habita en uno mismo? ¿Cabe creerse merecedor de privilegios por haber nacido en un determinado lugar? ¿Cabe culpabilizar al otro por pagar impuestos en donde se vive? ¿Cabe renegar de una nación a la que se ha pertenecido desde siempre, habiendo ejercido en ella poder y protagonismo considerables? ¿Cabe ser parte de ella si se me da lo que exijo e irme si no se me da? ¿Cabe llamar a todo esto defensa de la democracia y de la libertad? ¿Cabe movilizar a la sociedad para transgredir la norma establecida y aprobada en referéndum? ¿Cabe decir que ese movimiento es pacífico y tolerante? ¿Cabe hablar de herencia genética como si los demás no la tuvieran, siendo esta el legado de todos los pueblos que por Iberia pasaron…?, no hay una raza catalana por mucho que los separatistas se empeñen ¿Cabe hablar de apellidos y de pureza de sangre setenta y cuatro años después de la caída del nazismo? ¿Cómo se puede llamar violencia a la actuación de las fuerzas de seguridad disolviendo muros humanos parapetados por niños que están impidiendo el cumplimiento de una orden dada por el gobierno de la nación cuya única finalidad es preservar la legalidad que, además, es defendida por la casi totalidad de los españoles? ¿Caben tantas deslealtades, traiciones y mentiras? ¿Cabe tanta podredumbre? ¿Dónde está esa sociedad modélica, trabajadora, intelectual, vanguardista, tolerante, europea y europeísta? ¿Cabe adjetivar así a los separatistas catalanes mientras protagonizan los hechos más mezquinos, ofensivos y abyectos que los españoles hemos tenido que afrontar desde el 23F?.

El separatismo nacionalista es una mancha, es un insulto a la dignidad y a la inteligencia y no tengo razón alguna por la que ocultar o ser pudoroso a la hora de expresar que como español, europeo y ciudadano del mundo siento que los separatistas catalanes me han agraviado y entiendo que todos los sucesos que han protagonizado en los últimos meses suponen un desprecio miserable y desleal a la nación española y a Europa. Ante este tipo de situaciones, defenderé siempre que la justicia se imponga a cualquier minoría que pretenda destruir el esfuerzo, la ilusión, el trabajo y el afán del pueblo español en construir una sociedad cada vez más libre y avanzada. Cuando digo pueblo, no caben interpretaciones, el significado solo puede ser literal, pues los que ostentan el poder, salvo excepciones, están a años luz de sus valores y de su potencial. Los españoles, entre los que, cómo no, se encuentran los catalanes no independentistas, a pesar de nuestros defectos, componemos un gran pueblo.

Es obvio que durante los últimos cuarenta años los gobiernos nacionales han acordado con los independentistas lo más inaceptable, de ahí, el miedo a llamar a las cosas por su nombre. Ambos se realimentaban en la defensa de sus propios intereses sin tener en cuenta las consecuencias. La corrupción reinó entre unos y otros sin recato alguno, por eso la connivencia y el silencio ante lo inadmisible. Esa es la razón y, mira que me duele, por la que los gobernantes, sus opositores y los medios de comunicación en general, no son capaces de manifestar con claridad y contundencia algo que considero es básico para entender la España autonómica o, en su caso, la posible federal: Cataluña no es propiedad privada de los catalanes ni de los que sin serlo viven en ella. Cataluña, como todos los territorios del estado, pertenece por igual a todos los españoles. Pensar que pagar impuestos en un lugar determinado o compartir su lengua y su cultura, da derecho a apropiarse del territorio, solo es posible en una mente contaminada por la sinrazón. En España y en las demás naciones de la Unión Europa,  los pueblos y regiones con sus lenguas y costumbres, no son parcelas valladas. Por consiguiente, todos los españoles somos catalanes y quienes intenten quitarnos esa amada tierra,  estarán queriéndonos robar a todos. ¿Alguien mínimamente sensato puede pretender que algo así no tenga consecuencias?.

A los que desconocen el significado verdadero de las palabras y a los que ignorando la historia se la reinventan cada día, tan solo decirles que por mucho que se empeñen, no soy fascista.

MI TÍA AMPARO

Es de aspecto frágil, de gesto serio y sereno. Su mirada es fija y limpia, por lo que ni esconde ni evade. Su tez clara y el cabello gris. Su imagen emana personalidad aunque ella dice que no la tiene. Es elegante por dentro y por fuera. Los conflictos la pueden, por eso los evita. Es discreta, prudente y aunque conmigo no deja de hablar, ha callado en demasiados momentos de su vida, como suelen hacer las personas inteligentes, como callaba mi abuela Carmen… Por eso sus silencios dicen tanto.

Desde hace cuatro años está viviendo un nuevo renacer. La vida le ha sorprendido con lo que nunca imaginó y, en el fondo, siempre deseó. A sus 76 años se está descubriendo a sí misma y a los que siempre se mostraron próximos. Sus miedos y sus secretos se han evaporado. Sus intuiciones se han revelado con un sí rotundo. Ahora disfruta de una liberación antes desconocida y ya ni guarda, ni oculta. Arde en deseos de saber, agradece que su historia pueda ser conocida por todos y pregunta sin reparo a quién pueda darle pistas. Se siente orgullosa de su nueva familia y, no deja de sorprenderse jubilosamente, cuando descubre que las grandes celebridades de Utrera, Lebrija o Morón, llevan su misma sangre.

La quiero con devoción y ella a mí también. En estos cuatro años nos hemos dedicado largas y profundas conversaciones. Hemos tenido la gran suerte de reconocernos mutuamente, de perseguir los mismos objetivos vitales, sintiendo de forma muy similar y confesándonos lo que pertenece al mundo de nuestras emociones. Ambos disfrutamos ahondando y desdeñamos las relaciones basadas en lo banal. Nos encanta parecernos tanto y confieso que a mis 57 años, es una de las personas con las que mejor me relaciono y, eso, que casi no nos hemos visto.

Es sensible y noble. Su espalda sostiene el peso dilatado de la coherencia y del rigor. Su historia significa compromiso, responsabilidad y un sentido del deber desmesurados. Nació para agradecer y eso es lo que ha guiado toda su existencia. Es la protagonista de una vida difícil que acepta sin cuestionamiento. Su familia la quiere y la respeta, algunos de sus miembros, con una intensidad que conmueve.

Rezuma el sabor de la baja Andalucía por los cuatro costados. Hablar con ella es un placer para los sentidos. A su lado uno recupera las formas, los giros, las palabras, las entonaciones, las melodías y cadencias del habla y ese humor utrerano de ayer. De su boca jamás saldrá ni el chiste fácil ni el típico tópico, pues su gracia refinada y ocurrente también la identifica. Es culta y ama las artes, especialmente las escénicas, pero además, se conduce a través de esa otra cultura de la que habló Lorca y que no todos poseen, la de la sangre.

De tradición conservadora, exhibe en sus razonamientos, que los tiene y muchos, una mentalidad abierta y poco prejuiciosa. Muestra ese talante de las personas que piensan y reflexionan, por eso, entiende a los demás y si no comparte, lo hace desde el respeto y la amabilidad.

Es portadora de un señorío que la distingue. Vive empeñada en una soledad elegida porque «no quiere molestar». Sus achaques y su vejez, dice, no pueden suponer una carga para los demás. Sin embargo, estoy convencido de que en la convivencia, difícilmente puede incomodar a nadie.

En ella, por pura compensación, se ha encarnado el milagro de la evidencia. Sin haberla conocido es, de las tres hijas, la que más se parece a su madre. Sus rasgos, sus gestos, sus exclamaciones, el color de su voz, sus golpes divertidos y esa rebeldía innata que se manifiesta ante las goteras de su salud, ese nerviosismo ante todo lo que suponga un cambio en la rutina…; ese temblor…. Cuando miro o tomo sus manos estoy viendo y estrechando las de mi abuela Carmen.

Desde muy niña intuyó que alrededor de su vida rondaba un misterio, que un secreto no revelado la diferenciaba. Por eso ocultó su instinto en lo más hondo de su interior entregándose a aquellos a los que debía agradecimiento de por vida. Se dio con la generosidad de los que no se reconocen a sí mismos otra misión y hasta con el desprendimiento de los que no se saben merecedores de derechos. Vivió por entero para ellos y renunció a todo lo que pudiera suponer una mínima fisura en el amparo al que se debía.

Su dignidad no es entendible para los débiles que atacan o se ocultan para protegerse de su propio miedo. Su dignidad es la de los fuertes que viven amando, sonriendo, agradeciendo al inspirar el perfume de una flor y acariciando a quien se cruza por el camino. Su grandeza es la de los desarmados que no tienen ninguna necesidad de amedrentar ni de destruir.

Es respetada por todos sus vecinos. Me consta que estos pronuncian su nombre con la máxima deferencia y cariño. Desde el boticario al camarero o los socios del casino. Recuerdo como en nuestro primer viaje a Utrera, tras conocerla, el encargado del hotel nos llevó en coche hasta su domicilio. En el breve trayecto nos preguntó si éramos familia de doña Amparo. A mi aquello me gustó y, si no fuera porque soy su sobrino, ese tratamiento me surgiría de forma espontánea ante ella. Reconozco que esos modos de la educación de antes me agradan mucho.

Mi tía Amparo es un regalo ilimitadamente importante que se me ha concedido y, he de decir, que haberla conocido es el hecho más trascendente de mi madurez avanzada. Gracias a ello, mi vida tiene mucho más valor y ha cobrado un sentido que nunca supuse podría alcanzar. No sé porqué me ha tocado desempeñar esta posición, pero cada día que pasa me siento más feliz en nuestra comunión, no solamente por lo afortunados que nos hace sentir a los dos, sino también, porque ha facilitado a los miembros de la familia que así lo han deseado, relacionarse con ella liberándose de lo que durante setenta y tres años fue un compromiso de silencio y de no darse a conocer.

Es un hecho crucial porque nos ha absuelto a ella y a muchos colocando todo en su sitio. Porque una situación anómala se ha normalizado. Porque un pedazo de persona como es ella, ha podido entender con claridad todos esos años transcurridos de vacío, forzada aceptación y silencio.

Setenta y tres años de sufrimiento callado; de cargar a sus espaldas un sentimiento de deuda con aquellos que la acogieron; de sonreír por fuera al mismo tiempo que su corazón, a veces, lloraba por dentro; de intuiciones confirmadas a medias; de saberse niña adoptada y, además gitana, a escondidas y gracias a la imprudencia o a la perversidad de alguno; de custodiar el secreto por si no se sabía, ignorando que era conocido por muchos; de no incomodar preguntando; de no entender el porqué de aquello al no tener la explicación sincera de nadie; de pedir fotos a escondidas; de buscar a una madre por la calle más larga de Madrid tras recibir una información errónea y fracasar en el intento; de no compartir, salvo con alguna amiga íntima, lo que fue la constante de su vida, esto es, la necesidad de conocer la verdad.

Setenta y tres años rehuyendo de algo o de alguien que pudiera revelar su secreto; de esquivar en los momentos más comprometidos a aquellos en los que ella se reconocía para no evidenciar; de aceptar también –cuando se podía- con absoluta discreción y sin indagar, los gestos, las palabras y las formas cariñosas de personas con las que supuestamente no había nexo alguno; de relacionarse desde muy niña con aquellos a los que se arrimaba sin saber que eran de su propia familia.

Mi tía Amparo es una resiliente, una heroína anónima, una honorabilidad de las que ya no se llevan. Su pundonor es tal, que me conmueve y me hace sentir pequeño. Toda ella es una fuente de aprendizaje y de referentes que además de cultivarme, me llenan de fuerza y de significado. Me siento pleno porque haberla conocido ha supuesto su entrada definitiva en la familia biológica, esta maravillosa familia que es la de mi amada madre. Nunca imaginé que habiendo nacido y crecido a tanta distancia de mi raíz materna y en un contexto tan diferente, pudiera acabar aportando a mi parte gitana de tan extraordinaria manera.

Gracias a nuestro encuentro, puedo decir proyectando mi voz y con la cabeza bien alta que, por fin, el tabú dejó de existir. Mi tía Amparo es por derecho y por ética un miembro más de la familia de los Pinini y, lo es, no solo porque sea bisnieta de Fernando Peña Soto y Josefa Vargas Torres, sino también y, esto es lo más importante, porque ella no quiere renunciar a serlo ni los familiares de sangre que desde el anonimato se relacionaron siempre con ella, tampoco.

Este es el fruto del cariño y el afecto incondicionales que siempre le mostraron Fernanda y Bernarda, Pepa, Inés, las Pirras…. El tío Manuel cuando la invitaba siempre que entraba en su bar acompañada de amigas y ella no entendía la razón…, las primas Pepa y Antonia. Pepa de Benito, su primo Diego a quien le bastaba verla con una bolsa de la compra para que se la llevara hasta la puerta de su casa y la mujer de este, Juana. Su primo José y su tía Juana Loreto, Juanilla como ella la llama, a la que con cinco años vio bailar en su casa y se escondió detrás de unas cortinas porque presintió que algo muy poderoso le unía a ella. Y así un largo etcétera que hoy se ha acrecentado con más y más familiares para regocijo de todos.

Ahí están los saltos a Utrera que desde Morón y para estar con Amparo, ha hecho su prima Antonia con sus hijas María Antonia, Paqui, Gracia y María, acompañada ésta de su marido, Juan. Milagros, la hija de ambos también con su marido, Diego. La prima María Gracia (la nena)… Qué emocionante fue el momento en que su prima Antonia con la voz entrecortada le relató cómo de muy joven cada vez que iba a Utrera se asomaba a su calle, la Vía Marciala, por si la veía. Necesitaba conocerla.

¿Cómo no vamos a ser felices sabiendo que a los pocos días de nuestro encuentro, los primos Diego y José Jiménez Núñez se presentaron en su casa rompiendo a llorar en el instante que la pudieron llamar prima por primera vez?. O cuando su primo Luis “El Marquesito”, quiso quedar a desayunar con ella, junto a mi mujer y a mi.

¡Tantos años de silencio…, con lo fácil que hubiera sido!

Su entusiasmo cuando conoció a sus sobrinas carnales Mercedes y Milagros…. La alegría que siente cada vez que sus sobrinos Gracia, José, Chon y María Antonia aparecen por su casa o se encuentran en la calle. Lo importante que fue para ella entrar por Feria en las casetas de José y Diego (Alegría 76) y de Luis –siempre con cierto reparo- o cuando conoció al primo Javier Suarez. La misma satisfacción que recientemente ha experimentado al encontrarse con sus sobrinos Gaspar Jiménez y Gracia Gómez o con su tía Antoñita Bella y sus primos Diego, Macu y Rosito.

Que la persona que le atiende actualmente en su casa sea una nieta de Águila (hermana, ésta, de Fernanda y Bernarda), no es más que una muestra de cómo, por fin, el destino está poniendo las cosas en su sitio.

Por fuerza tengo que alabar a los descendientes de la familia adoptiva ya que no solo han facilitado el encuentro sino, que además, han experimentado junto a nosotros la misma alegría y satisfacción. Por eso nos han querido conocer, nos han abierto las puertas de su casa y así hemos podido celebrar de forma sincera y natural la normalización de una situación que no tenía sentido, entre otras cosas, porque una familia y otra se conocían desde siempre. Nunca podré agradecer suficientemente el recibimiento, el respeto y la amabilidad que todos ellos nos brindaron. A Nati, Ricardo, Loli y Curro, Mercedes y Juan, Luis Miguel y Rocío, María José, Aurora, Maruja…. y a cuantos no pudieron estar presentes, solo les puedo expresar mi estima y mi consideración más sinceras. Ellos también son coautores de nuestra felicidad. Hay un dato muy simpático que demuestra la naturaleza noble de estas personas, cuando desde entonces, algunos, cariñosamente, llaman a la tía, “pinina”.

De igual forma quiero mencionar en este escrito a los miembros de mi familia, que son la suya, por haberse volcado voluntariamente para que esto pudiera suceder. Sin su colaboración no hubiera sido posible.

Doy las gracias a mis tíos Luis y Diego Núñez Peña por habernos lanzado a mi hermana Mercedes y a mi la noticia de que teníamos una tía carnal viviendo en Utrera. De inmediato me resonaron palabras que había escuchado en mi casa de niño. Aquellas cervezas en «El Arco» han sido las más fructíferas de mi vida. Ahora entiendo porqué sentía tanta necesidad de reencontrarme con mi familia materna después de tantos años. Que fuera a nosotros a quienes se lo revelaron, no fue por casualidad. Como tampoco lo fue que mi madre en los últimos días de su vida, entre sueño y sueño (tratada ya con morfina), una tarde me confesara que estaba feliz por haberse reencontrado con su hermano Paco y con sus primos de Barcelona, pero que se iba con la pena de haber dejado pendiente «algo con una persona de su familia». En aquel momento no supe a qué se refería. Hoy, tras el encuentro con mi tía, quiero creer que esa pena ha desaparecido.

Doy las gracias al tío Diego Jiménez y a Juana, su esposa, que con 89 y 90 años, al día siguiente, en el casino, nos informaron con detalle sobre la vida de Amparo.

Doy las gracias a mi prima Gracia Jiménez Loreto por haber sido ella la que propició el encuentro. Tras una conversación telefónica que mantuvimos, se puso en contacto con su amiga Loli, que a su vez es sobrina de Amparo, para abonar el terreno. Aprovechando que viajábamos a Sevilla por motivos de trabajo, me llamó según estábamos en carretera para decirme que si quería conocer a mi tía, no tenía más que decírselo. Doy las gracias a sus dos hermanas, mis primas Chon y María Antonia, que junto a ella, quisieron acompañarme aquel día. Si la presencia de Pepa, mi amada compañera, en aquel momento y como siempre, fue un bálsamo y un gran refuerzo, la forma en que las tres hermanas nos apuntalaron es algo que jamás podré olvidar. Ellas fueron testigos y parte del instante en que mi tía y yo nos miramos a los ojos por primera vez. Ellas junto a nosotros la abrazaron llamándola tía y lloraron con franca emoción ante sus palabras llenas de serenidad y autenticidad.

Doy las gracias a mis tíos José Jiménez y Juana Loreto por el apoyo y la alegría que nos entregaron el mismo día mientras comíamos juntos.

Y doy las gracias, en fin, a todos aquellos que desde entonces se han acercado a la tía Amparo diciéndole, “yo soy de los tuyos”.

Sé que miembros de mi familia más directa sienten incomodidad ante este acontecimiento. Me apena que no puedan compartir con todos los demás la alegría que supone la llegada de Amparo y que no se permitan la oportunidad de conocerla. Respeto las razones que les llevan a mantener esa postura, aunque no las comparto. Durante los últimos cuatro años he deseado que esa situación cambiara y no me resisto a dejar de creer que, algún día no lejano, nuestro regocijo sea compartido también por ellos. Quiero a toda mi familia y solo hay una razón para ello: es en la que he nacido. Este es el mayor legado que recibí de mi abuela y de mi madre.

No quiero terminar sin decir algo que para mi es de vital importancia. Mi tía Amparo es en tan gran medida, mi tía, que cuando fuimos a la residencia de ancianos (estaba allí ingresada convaleciente de una operación de cadera), antes de que una de mis primas me la indicara, ya la había visto. Fue mirarla y saber, sin dudarlo, que era ella. Lo que yo sentí solo lo puedo expresar con cuatro palabras: fuerza de la sangre. Tras una hora escasa me despedí de ella ahogado por la emoción y acariciando su cara como si la conociera de toda la vida.

Tampoco creo que sea solo obra de la casualidad que la silla de ruedas que la adjudicaron fuera la que años antes paseó a Pepa de Utrera, otra de sus tías, como así rezaba el nombre que llevaba escrito. Aquel día, Amparo tomó consciencia de que pertenecía a su familia.

Agradezco infinitamente al destino por haberme concedido esta gran oportunidad, una de las más sustanciales de mi camino. Una experiencia que, además, me reporta la satisfacción de sentirme bien conmigo mismo. Nadie como yo, sabe, cuando mi corazón late en paz.

Tía Amparo, has sido la primera en leer este escrito. Hoy, 9 de agosto, has alcanzado tus 76 años. Poderte felicitar de esta manera me llena de satisfacción. Te deseo salud, paz y bienestar. ¡Quién nos lo hubiera dicho….! ¡FELIZ CUMPLEAÑOS!

 

UNA DECLARACIÓN DE AMOR. CARTA A PEPA

Amada compañera

Si hoy estoy aquí es porque soy inmensamente afortunado y, lo soy, porque cuando se recibe el amor que tú me das, no se puede esperar nada mejor de la vida.

Se que me amas por lo bueno que en mi habita, pero no seré yo quien lo desvele aquí, pues sobre eso, seguro que tú sabes, incluso, mucho más que yo.

Prefiero compartir  con nuestros amigos y familiares lo que cada día me sigue enamorando de ti  porque va mucho más allá de lo que es el sentimiento que responde al gesto bello, a la palabra cariñosa, a la caricia, a la entrega, al momento compartido, a la atracción física e, incluso, a la pasión.

Afirmo con absoluta rotundidad que contigo pisé los abismos y toqué las más altas cumbres porque a tu lado es como más y mejor he sentido.

Después de haber degustado durante tanto tiempo de tu alegría, tu templanza, tú escucha, tu generosidad, tu silencio, tu luz, tu emoción, tu fuerza, tu tristeza, tu sonrisa, tu dolor, tu inteligencia, tu apasionamiento, tu capacidad para ahondar en las cosas importantes de la vida o en la enorme complejidad de lo humano…….., estoy convencido de que eres la parte que me falta, ese eslabón que se me engarza con el deseo del encuentro y con la fusión del placentero abrazo por el que uno, necesita detener el tiempo.

Me has amado en la discordia o cuando fui tu opuesto; en la distancia, en la separación y hasta en la ruptura. Me has amado también tras enseñarte mi miseria y mi oscuridad; en mis contradicciones, en mi mal talante y en mis geminianos cambios de carácter. Además, me sigues amando cuando no te acompaño en algunos momentos que te entusiasman o cuando expreso lo contrario a lo que te gustaría oír. ¡¡Gracias, Pepa!!.

Gracias por amarme siendo tú pura ilusión al ser yo absoluto escepticismo. Por seguir ahí después de tantas idas y venidas, con mis continuas cuestas arriba, mis constantes agobios y mis miedos, situando a mis defectos, tantas veces, en lo puramente anecdótico. Gracias por amar también a mi gente ofreciéndote a ellos con tanta plenitud. Por amarme cuando sin ningún pudor, te muestro lo que a todos oculto: ese niño gamberro que llevo dentro; por hacerlo potenciando lo que yo ni me reconozco. Pero, sobre todo, Pepa, gracias por amarme porque sí, porque te sale de dentro y sin renunciar a como eres. Por saber que a pesar de nuestras diferencias tu galaxia y la mía pertenecen a un mismo universo….  Buscando en mi el tacto que te electriza, la mirada en la que te reflejas, la sonrisa en la que te meces, el abrazo que te cobija y la lágrima que empapa tu mirada.

Hoy puedo decir que no me equivoqué cuando en los primeros días de aquel lejano octubre de 1978 al abrirse una puerta me encontré con dos luceros de un verde transparente adornados por una espléndida amabilidad que me llenaron de dicha. Hablo de tus ojos y de tu sonrisa que siguen siendo los mismos, solo que 39 años después. No me equivoqué, Pepa, cuando en aquel mismo instante supe, porque lo sentí, que eran vitales para mí. Tampoco me confundí cuando acepté de buen grado lo que el destino nos deparaba. Por eso te ascendí al altar de la amiga sagrada, de la amiga del alma, de la amiga intocable… Al fin y al cabo, me educaron para ser, como dice la célebre zarzuela, «un caballero español». Si a esto le añadimos que uno es raro sin más, es fácil encontrar la razón de mi llanto exento de acritud en tu boda con Javier o el que me produjo, años después -fuiste testigo- la tristeza al saber que os divorciabais, pero también, mi alegría emocionada cuando me faltó tiempo para conocer a Andrea, vuestra recién nacida hija. Nada diferente de lo que hiciste cuando una mañana apareciste con aquel oso de peluche que protagonizó los primeros años de la infancia de mi querido sobrino Sergio.

Así transcurrieron dieciséis años durante los cuales ambos anduvimos por diferentes caminos, pero, eso sí, llevándonos prendidos siempre en nuestro corazón y en nuestra mente. Yo me dediqué a vivir la vida como Dios me dio a entender, pero cada vez que descolgaba el teléfono y escuchaba tu voz, te convertías en lo único importante, a pesar de saber que en muchos aspectos éramos absolutamente dispares. Por acudir a tu reclamo, nunca dudé en dejarlo todo.

Gracias a esa forma de aceptar, sin esperar nada, se produjo el instante  que cambió nuestras vidas, cuando una fuerte discusión despertó por primera vez mi ira contra ti al sentirme fiscalizado por tu juicio. Una vez más el llanto me invadió, pero esta vez, sofocó la cólera. Necesitaste abrazarme y aquel gesto lo transformó todo. Tanto es así que aquella misma noche me escribiste una carta llena de emoción en la que me declarabas tu amor. Yo te respondí después de requeteleerla durante diez días, ni se sabe cuántas veces.

Al cabo de una semana nos encontrábamos en Lugo y un ángel sexuado, femenino, cordobés y de adopción gallego, llamado Teresa, nos abrió las puertas de su magnífico pazo, para incitarnos, supongo que por pura intuición, hacia el instante más deseado a la vez que temido, desoyendo mi petición de «una habitación con dos camas». Al llegar la noche lo que nos encontramos fue una imponente habitación con cama de matrimonio y dosel…. Como adorno, sendos bombones encima de la almohada. Blanco y en botella…..

Mereció la pena esperar. Tener durante dieciséis años una amiga del alma y aceptar las cosas como venían……  Porque aquella noche, en el mejor marco de los posibles para los dos, sentí que ese amor era el que nos merecíamos porque estaba lleno de confianza y sinceridad. Sentí que ya nos conocíamos  en la intimidad y que compartíamos una misma piel. Tal y como yo siempre había intuido. Era verdad lo que presentí cuando se abrió la puerta. Habíamos nacido para encontrarnos y amarnos. De hecho, antes de que nuestras miradas se cruzasen por primera vez, sin saberlo, nos estuvimos siguiendo los pasos durante años…. Pero en el Pazo de Vilabade, además, tú te reconociste en mi y yo me reconocí en ti.

Pepa, eres lo más importante que me ha sucedido y mi mayor hallazgo. Te amo sin fisuras. Eres mi vida, mi yo y mi todo.

Nacho.

¿HEREDAMOS O SUBIMOS AL MONTE CALVARIO?

Desde hace unos meses mis hermanas, una tía carnal, un primo y yo, estamos tramitando el suplicio que supone poder heredar en España. De todos es sabido que el Impuesto de Sucesiones y Donaciones o el del Incremento de Valor de Terrenos de Naturaleza Urbana -con lo fácil que es decir plusvalía- son un robo a mano armada. Si bien esto me hace detestar al legislador, como nos sucede a casi todos –aunque más de uno estará encantado porque de todo tiene que haber- lo que me ha sacado de mis casillas es que después de haber cumplimentado un sin fin de impresos y escritos en los que siempre se me piden el DNI, mis datos personales y mi firma, la Consejería de Hacienda de esta Comunidad Autónoma (la de Madrid), me ha enviado correspondencia a mi antiguo domicilio por lo que deduzco que, en dicho organismo, no se han enterado de mi actual dirección.

¿Funcionario de turno?, ¿caos administrativo?, ¿impresos modelo vaya usted a saber, que nadie lee o que el sistema informático no codifica en su totalidad….?. En definitiva, he soltado miles y miles de euros para poder heredar de una tía fallecida y la entidad que me obliga a pagar el impuesto de sucesiones como condición ineludible para obtener lo que me pertenece, no se ocupa de contrastar la dirección que aparece en todos los estúpidos papeles que me exige e insta a presentar.

Obviamente me enteré del error cometido por la entidad oficial “incompetente», supuestamente a mi servicio, al informarme el inquilino que reside en mi anterior domicilio de que me había llegado un aviso de Hacienda. Como ignoro de lo que se trata y la palabra «hacienda» es como decir «el diablo», al día siguiente  sin pensarlo me pongo en acción. La recogida del certificado me supone perder una mañana y hacer 120 kms. Cuando abro el sobre en la oficina de correos descubro que el mensaje de la carta versa sobre el impuesto de sucesiones y que dicha información ya se me había dado verbalmente. Lo que más me enfada es que con anterioridad y, en escrito firmado por todos los herederos, habíamos dado orden de que cualquier comunicado de Hacienda fuera enviado al gestor que nos está llevando todos los interminables temas de testamentaría. Y lo peor, que dicho escrito nos lo solicitó el propio organismo ante nuestra decisión de que el interlocutor fuera él. Les entró por uno y les salió por otro… Al igual que yo, la mayoría de mis parientes tuvieron que movilizarse para recoger el mismo papel.

Cojo el coche, me voy a la correspondiente delegación autonómica y pido explicaciones. Nadie sabe nada; me desvían a la planta de arriba; ni un solo funcionario entiende porqué me han enviado esa carta y mucho menos a esa dirección; todos ellos son inocentes….. Estoy aturdido, agotado y las ganas de orinar me paralizan. Pregunto por los aseos al primer vigilante que me encuentro, un armario de cuatro por cuatro que me mira con cara de no entender castellano. Como veo que su capacidad de reacción no ayuda a retener lo que a todas luces es un ataque de incontinencia consciente, le pregunto con cierto tonillo de hartura por los servicios. Señala a la pared situada a mi espalda y verbaliza un “a la derecha”, vamos, el nota es encantador. Termino y tras enjuagarme las manos, porque no hay jabón y secarme con la ropa porque la maquinita de aire tibio no está por la labor, salgo y miro a mi alrededor. Me he quedado solo en la planta. Casi todos los trabajadores están recogiendo. Salgo a la calle con la sensación de ser un idiota incorregible. Una vez más el Estado en forma de organismo oficial me ha dado por detrás y sin vaselina.

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Vuelta al tema de la testamentaría. A los herederos anteriormente mencionados, se nos impone la apertura de una cuenta no corriente –entrar al detalle no viene al caso- en una conocidísima entidad bancaria de «este país” (al menos por ahora). El día que me dirijo a la oficina más cercana me atiende un caballero de aproximadamente dos metros de estatura, manos como raquetas, tochoRolex en una de sus muñecas que es como el doble de la mía y tres pulseras con los colores nacionales en la otra (¿tendrá que ver todo esto con la proximidad a esa cosa que ya no se sabe muy bien qué es y que medio metro de dictador con voz aflautada se construyó como mausoleo a costa de mucha sangre, dolor y lágrimas?). La verdad, es que ni pega en un banco como este. Su camisa, aunque no está planchada, luce en sus puños sendos gemelos con la bandera españolísima –supongo que, portando solo los tres brazaletes, no se sentirá suficientemente español- y en ella destaca con una contundencia que sobrecoge el símbolo de Ralph Lauren… ¿Será del mercadillo de Majadahonda?. Pondría la mano en el fuego. Me pega todo que este individuo sea un aparentador de facha, es decir, de esos que tienen  que adornarse con la simbología nacional porque su concepto de patria es de una banalidad que insulta. Lástima estar solo que, si no, me jugaría una cena a que si le pregunto lo que significa la palabra España, no tiene ni zorra.

La gestión se prolonga durante más de una hora en la que las dudas que muestra y las consultas constantes a su jefe protagonizan el acto. La inseguridad que me va transmitiendo me pone en alerta, gracias a Dios (y eso que no creo mucho que se diga). Al día siguiente cuando entro en la supuesta cuenta desde mi casa, descubro que no hay nada dado de alta. Vuelvo al banco y explico al susodicho lo ocurrido. Escucha con cara de haba reemplazándome a esperar al director que, cómo no, está desayunando. Media hora aguantando a pie firme en la que me repite tres veces que no entiende lo sucedido y que todo se hizo correctamente.

Aparece el apuesto director luciendo un moreno de lo más serrano. Viste el uniforme nacional, es decir, traje azul marino, aunque en su caso bastante más modernito que el que lleva el abanderado. Ni un detalle que denote gusto por vestir. Lo dicho, un uniforme de trabajo. Se deshace en sonrisas y buenos modales. No me estrecha la mano, más bien me la estruja y se esfuerza por aparentar interés, a la par que despliega una batería de encantadoras y solícitas maneras escuchando mi relato.

Ya estoy sentado en su despacho cuando me dice que no me preocupe de nada porque lo va a hacer él “a capón y directamente”, lo que me lleva a imaginar que la gestión del subordinado no fraguó porque se hizo con mucha suavidad (a pesar de sus manazas) y dando un rodeo. Eso de tener que aparentar ser tonto para llevarme bien con los verdaderamente idiotas, cada vez me revienta más…..

Comienza un largo proceso en el que se me somete a un tercer grado. Cualquier parecido con lo que viví el día anterior es pura coincidencia. Empiezo a estar hasta los mismísimos. Me da por mirar hacia atrás y colisiono con los ojos bobalicones del paladín de guerra. Se sobresalta y yo me descojono por dentro. Debe tener una gruesa colección de gemelos patrios porque las banderitas que hoy adornan sus puños son otras. De traca.

Pierdo la cuenta de las veces que firmo en esa cosa nueva que llaman tableta hasta que el morenazo me confirma que ya está todo listo. Me anuncia que seguramente recibiré una llamada para hacerme una encuesta de calidad y que, por favor, les evalúe bien ya que hay mucha competencia en su banco. Llega a decirme sin ningún pudor que una puntuación por debajo de 9 es interpretada por sus superiores como bastante baja. Le pregunto si es consciente de las molestias que me han causado y se justifica echando la culpa al sistema informático sin dejar de pedirme un millón de perdones……. No he recibido ninguna llamada en ese sentido.

Lo cierto es que han pasado quince días y ahora no puedo acceder a la supuesta cuenta porque se me dice que la contraseña no es válida después de haberla registrado allí mismo y sobre la marcha, es decir, “a capón”.

En otra entidad bancaria tristemente famosísima cuyo nombre empieza por B de burro y termina por A de arcada, los sufridos herederos también hemos vivido nuestro episodio particular. Aquí nos obligaron a abrir una cuenta mancomunada ofreciéndonos todas las facilidades porque, ya se sabe, «el cliente es lo primero”. Se trataba de que pudiéramos firmar cada uno desde la oficina más próxima a nuestros domicilios para evitar tener que desplazarnos a la de mi tía fallecida.  De momento, todo muy bonito. Empezamos a firmar y, de pronto, un gestor se da cuenta de que cada vez que un heredero estampa su rúbrica, desaparecen las de los que lo han hecho con anterioridad. ¡Magia!.

A partir de ahí, un cubo de comprobaciones, un saco de consultas al resto de compañeros de oficina, un canasto a rebosar de llamadas telefónicas…… Afortunadamente un lumbreras que no se encuentra en mi oficina decide que hay que ponerse en contacto con los informáticos, pues es un fallo de la aplicación. Al cabo de unos minutos se me informa de que para evitar que los garabatos se vayan de paseo tenemos que firmar todos en el mismo día. Lo cierto es que sea verdad o mentira el argumento justificador, hemos tenido que ir tres veces a pintarrajear la pantalla supertecnológica.

Hay un tercer banco en el que también hemos tenido que gestionar nuestra herencia. En este caso se nos convocó en su central madrileña. Un barrio inmejorable, de los más elegantes de la ciudad, todo glamour.  Siempre el mismo trato cargante y demodé. Sonrisas por doquier, tonos de voz apianados y siseantes que pretenden hacerte creer que estás con gentes de bien, educadísimas y dispuestas a hacer lo indecible por defender tus intereses y tu prosperidad económica. Toneladas de mechas y de bisutería Tous. Gominas y cuellos italianos por un tubo. Perfumes empalagosos que en verano deberían estar prohibidos y, en definitiva, una virulenta pereza que se apodera de mi y que me empuja a salir corriendo.

Cada heredero tuvo que enfrentarse a firmar cinco veces en cada uno de los doce documentos que nos pusieron sobre la mesa – por supuesto, obligadamente- y, para no ser menos, la aplicación tampoco funcionaba. Cuando decidió ponerse en acción, la impresora se atascó ante la avalancha de copias en papel. En total dos horas y media en las que se nos ofrecieron como compensación sendos caramelos no aptos para diabéticos y una frase que creo no olvidaré nunca: “acabáis de talar un árbol entero” ¡Tanta fineza y a la vez tan cutres y casposos…..!. Asquito.

Qué decir del responsable de la gestoría que nos lleva la testamentaría…. Elegido por ser el mismo en quien mi tía depositó su confianza en vida y, sin dejar de reconocer que es un hombre cercano, amigable y simpático, lo cierto, es que ha nadado en errores, por lo que “y vuelta la burra al trigo”, hemos tenido que acudir a sus oficinas más veces de las debidas.

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Nada diferente de lo que sucedió en la prestigiosa notaría -por supuesto, en el barrio de Salamanca- el día de la firma de la escritura de adjudicación. En este caso las equivocaciones afectaban a la situación laboral de algunos herederos y, cómo no, a algunas de las direcciones fiscales de los mismos. Divertidísimo: una heredera jubilada aparecía como desempleada y más lindezas por el estilo. Eso sí, el ilustre notario, Mont Blanc en mano, hizo acto de presencia como un actor hollywoodense, vestido al detalle y con muy buen gusto. Todo un gentleman. En un contexto tan uniformado, hipócrita y hostil como el referido, la estética con enjundia, no deja de ser un placer para los sentidos y se agradece.

Todavía no hemos terminado. Nos quedan algunos pasos y la subida al monte va haciendo mella. Prefiero no pensarlo…….

 

Moraleja: Si no quieres ser más esclavo del Estado y de la banca de lo que ya eres, renuncia a tener propiedades, a heredar lo que te pertenece a costa de pagar impuestos vergonzantes y a ser una marioneta para las finanzas. No poseerás, pero serás absolutamente libre y te conducirá la dignidad. Ya se que muchos no entienden esto. Yo estoy convencido de ello, otra cosa es que lo practique…. De borregos están llenos los rebaños…. Al menos, soy consciente.

 

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