Amada compañera
Si hoy estoy aquí es porque soy inmensamente afortunado y, lo soy, porque cuando se recibe el amor que tú me das, no se puede esperar nada mejor de la vida.
Se que me amas por lo bueno que en mi habita, pero no seré yo quien lo desvele aquí, pues sobre eso, seguro que tú sabes, incluso, mucho más que yo.
Prefiero compartir con nuestros amigos y familiares lo que cada día me sigue enamorando de ti porque va mucho más allá de lo que es el sentimiento que responde al gesto bello, a la palabra cariñosa, a la caricia, a la entrega, al momento compartido, a la atracción física e, incluso, a la pasión.
Afirmo con absoluta rotundidad que contigo pisé los abismos y toqué las más altas cumbres porque a tu lado es como más y mejor he sentido.
Después de haber degustado durante tanto tiempo de tu alegría, tu templanza, tú escucha, tu generosidad, tu silencio, tu luz, tu emoción, tu fuerza, tu tristeza, tu sonrisa, tu dolor, tu inteligencia, tu apasionamiento, tu capacidad para ahondar en las cosas importantes de la vida o en la enorme complejidad de lo humano…….., estoy convencido de que eres la parte que me falta, ese eslabón que se me engarza con el deseo del encuentro y con la fusión del placentero abrazo por el que uno, necesita detener el tiempo.
Me has amado en la discordia o cuando fui tu opuesto; en la distancia, en la separación y hasta en la ruptura. Me has amado también tras enseñarte mi miseria y mi oscuridad; en mis contradicciones, en mi mal talante y en mis geminianos cambios de carácter. Además, me sigues amando cuando no te acompaño en algunos momentos que te entusiasman o cuando expreso lo contrario a lo que te gustaría oír. ¡¡Gracias, Pepa!!.
Gracias por amarme siendo tú pura ilusión al ser yo absoluto escepticismo. Por seguir ahí después de tantas idas y venidas, con mis continuas cuestas arriba, mis constantes agobios y mis miedos, situando a mis defectos, tantas veces, en lo puramente anecdótico. Gracias por amar también a mi gente ofreciéndote a ellos con tanta plenitud. Por amarme cuando sin ningún pudor, te muestro lo que a todos oculto: ese niño gamberro que llevo dentro; por hacerlo potenciando lo que yo ni me reconozco. Pero, sobre todo, Pepa, gracias por amarme porque sí, porque te sale de dentro y sin renunciar a como eres. Por saber que a pesar de nuestras diferencias tu galaxia y la mía pertenecen a un mismo universo…. Buscando en mi el tacto que te electriza, la mirada en la que te reflejas, la sonrisa en la que te meces, el abrazo que te cobija y la lágrima que empapa tu mirada.
Hoy puedo decir que no me equivoqué cuando en los primeros días de aquel lejano octubre de 1978 al abrirse una puerta me encontré con dos luceros de un verde transparente adornados por una espléndida amabilidad que me llenaron de dicha. Hablo de tus ojos y de tu sonrisa que siguen siendo los mismos, solo que 39 años después. No me equivoqué, Pepa, cuando en aquel mismo instante supe, porque lo sentí, que eran vitales para mí. Tampoco me confundí cuando acepté de buen grado lo que el destino nos deparaba. Por eso te ascendí al altar de la amiga sagrada, de la amiga del alma, de la amiga intocable… Al fin y al cabo, me educaron para ser, como dice la célebre zarzuela, «un caballero español». Si a esto le añadimos que uno es raro sin más, es fácil encontrar la razón de mi llanto exento de acritud en tu boda con Javier o el que me produjo, años después -fuiste testigo- la tristeza al saber que os divorciabais, pero también, mi alegría emocionada cuando me faltó tiempo para conocer a Andrea, vuestra recién nacida hija. Nada diferente de lo que hiciste cuando una mañana apareciste con aquel oso de peluche que protagonizó los primeros años de la infancia de mi querido sobrino Sergio.
Así transcurrieron dieciséis años durante los cuales ambos anduvimos por diferentes caminos, pero, eso sí, llevándonos prendidos siempre en nuestro corazón y en nuestra mente. Yo me dediqué a vivir la vida como Dios me dio a entender, pero cada vez que descolgaba el teléfono y escuchaba tu voz, te convertías en lo único importante, a pesar de saber que en muchos aspectos éramos absolutamente dispares. Por acudir a tu reclamo, nunca dudé en dejarlo todo.
Gracias a esa forma de aceptar, sin esperar nada, se produjo el instante que cambió nuestras vidas, cuando una fuerte discusión despertó por primera vez mi ira contra ti al sentirme fiscalizado por tu juicio. Una vez más el llanto me invadió, pero esta vez, sofocó la cólera. Necesitaste abrazarme y aquel gesto lo transformó todo. Tanto es así que aquella misma noche me escribiste una carta llena de emoción en la que me declarabas tu amor. Yo te respondí después de requeteleerla durante diez días, ni se sabe cuántas veces.
Al cabo de una semana nos encontrábamos en Lugo y un ángel sexuado, femenino, cordobés y de adopción gallego, llamado Teresa, nos abrió las puertas de su magnífico pazo, para incitarnos, supongo que por pura intuición, hacia el instante más deseado a la vez que temido, desoyendo mi petición de «una habitación con dos camas». Al llegar la noche lo que nos encontramos fue una imponente habitación con cama de matrimonio y dosel…. Como adorno, sendos bombones encima de la almohada. Blanco y en botella…..
Mereció la pena esperar. Tener durante dieciséis años una amiga del alma y aceptar las cosas como venían…… Porque aquella noche, en el mejor marco de los posibles para los dos, sentí que ese amor era el que nos merecíamos porque estaba lleno de confianza y sinceridad. Sentí que ya nos conocíamos en la intimidad y que compartíamos una misma piel. Tal y como yo siempre había intuido. Era verdad lo que presentí cuando se abrió la puerta. Habíamos nacido para encontrarnos y amarnos. De hecho, antes de que nuestras miradas se cruzasen por primera vez, sin saberlo, nos estuvimos siguiendo los pasos durante años…. Pero en el Pazo de Vilabade, además, tú te reconociste en mi y yo me reconocí en ti.
Pepa, eres lo más importante que me ha sucedido y mi mayor hallazgo. Te amo sin fisuras. Eres mi vida, mi yo y mi todo.
Nacho.